El artista

Hundió el pincel en el óleo con la suavidad de un pensamiento esbozado apenas. No imaginaba el trazo que habría de desprenderse de la cerda para abrazarse a la tela que lo esperaba ansiosa, tensa sobre el atril que ocupaba la esquina más sombría del sombrío atelier. Mecánicamente, sin pensar en la dirección del movimiento, abanicó la muñeca acariciando el lienzo virgen con el carmesí pastoso que desganadamente se desprendía de su cuna de hebras. Lentamente comenzaron a aparecer unas líneas irreconocibles, unos manchones sin significado, unas espirales contritas que se desdibujaban hacia puntos mínimos. Tomó distancia del cuadro para apreciar su creación, y a pesar de lo irreconocible de las figuras, se sintió satisfecho. Ese fue el final del sexto día.

Este relato forma parte de la serie “Ciento un relatos que siento uno”.

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