Experiencia mística (Fin de semana de visita en un monasterio)

El monasterio amanecía como todas las mañanas. ¡Ya empezamos mal! Se supone que no va a amanecer de tarde. O de noche. O de madrugada. Si fuera así, amadrugaría, pero como ésta es una palabra bastante difícil de pronunciar sin trabarse la lengua, se ve que la cambiaron por la otra y optaron por que amaneciera aunque fueran las cuatro de la mañana. ¡Las cuatro de la mañana! ¡Pero estos monjes están todos pirados! Se levantan cuando yo normalmente me voy a acostar. Nótese la sutileza: dije a acostar, no a dormir. Porque cuando uno se va a acostar no necesariamente es para dormirse enseguida sino para hacer otras cosas, sobre todo si hay alguien más en la cama. Yo, por ejemplo, cuando me acuesto con Mimí, mimi-ro televisión. Y mientras tanto, la podrida de la gata no deja de restregarse contra mi pierna y deja las sábanas llenas de pelos. Por eso al final me quedo solo, porque como dicen por allí, el buey solo bien se lame. Aunque la verdad, me gustaría ver cómo hace el buey para lamerse él solo ciertas partes del cuerpo. El cogote, por ejemplo. Y el…, bueno, sí, me gustaría verlo. La cuestión es que el monasterio amanecía. Esta frase en realidad es una figura retórica, porque los que amanecían eran los monjes. El edificio estaba siempre igual: duro y frío, como algunas partes del buey. Algunas, porque otras el buey las tiene duras, ¿pero frías…? Los cuernos, por ejemplo. Y lógico: ¿quién de ustedes que tuviera cuernos no estaría caliente? Pero no divaguemos. La cuestión es que los monjes se levantaban a las cuatro de la mañana… ¡para cantar! Pero, ¿no tienen otra cosa que hacer los tipos esos? Si a esa hora cantan, ¿me querés decir qué hacen a las doce del mediodía? ¿Juegan a los bolos? Porque levantándote tan temprano, a esa hora ya estás embolado. Además, a los monjes les encanta que las bolas corran y se caigan los palitroques… ¡Sí, se llaman así! Los palos del bowling, no los monjes. Los palitroques son como unos muñecos en forma de palo borracho que se voltean con la bola que corre. El problema con las bolas que corren es que generalmente terminan en el confesionario. El confesionario viene a ser como una cabina telefónica, donde vos te querés comunicar con Alguien, pero siempre hay un tipo interfiriendo en la línea. Pero volvamos a los monjes. A las cuatro de la mañana se ponen a cantar. ¿Y qué cantan? No te creas que un rock o una cumbia villera. No, cantan unas canciones que parecen hechas especialmente para hacerte dormir, así que uno está despierto un rato y después… Deben ser mañanitas, porque las cantan por las mañanas. Es lógico, ¿no? Pero ellos no se duermen; terminan de cantar y se van a trabajar. ¿No te dije que están pirados estos ñatos? ¡Si a esa hora ni siquiera hay luz! Debe ser por eso que encienden las velas. Ah, ¿vos creías que era para otra cosa? No, es que no se ve nada. Después de trabajar un rato –en realidad, un ratito– se van a meditar. ¡Já! A meditar dicen. Si los ronquidos se escuchan desde el jardín. “Desde el jardín” es una novela muy buena de Jerzy Kosinski. ¿La leyeron? Yo me la llevé al monasterio para leerla durante la comida. Sí, la comida, aunque no lo crean. Porque como dice un amigo mío, en algún momento se cambia la mística por la mástica. Pero resulta que en el almuerzo, mientras todos comemos, un pobre tipo se la pasa leyendo no sé qué cosas en voz alta. No sólo se embroma él, que no puede comer, sino que también nos molesta a los demás, porque no podemos conversar con el de al lado ni para pedirle que nos pase el pan. La comida suele ser muy frugal: cazuela de mariscos, pulpo a la gallega, bañacauda… Todo sin carne, eh. Ah, sí, no es cuestión de abusar. Después de comer, se impone una siesta. Pero allí están de nuevo los niños cantores. La música te recorre todo el cuerpo, especialmente los palitroques, que ya los tenés como quesos cuartirolos. ¡Qué rico el queso cuartirolo! Resulta que dentro de la frugalidad, y para no tentarte a comer carne, en cada cuarto dejan un cuarto de horma de queso. Y claro, un cuarto en el cuarto. Y con tal de no sentir el olor, te lo comés enseguida para poder dormirte… hasta el próximo canto. ¡Qué experiencia inolvidable! No me la voy a olvidar mientras viva. Y si alguna vez me olvido y pienso en volver, les pido que me agarren a patadas, pero que no me dejen siquiera intentarlo.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

Deja un comentario