Desazón

OjosMe desperté intranquilo en el cuarto de un albergue al que había llegado casi sin proponérmelo. Era el único ocupante de un lecho destemplado, con ropas desprolijas y sudores impresos en las sábanas. Giré sobre la almohada y miré hacia lo alto. Dos ojos suspendidos en las sombras me observaban con fijeza. Dos ojos de rata acorralada, de serpiente dañina, que se inmutaban en el vacío oscuro sin cegarse siquiera en el apenas de un pestañeo. Me incomodaba esa mirada maligna detenida fijamente en mi mirada, como queriendo sonsacarme la inmanencia, hundirse en mis pupilas y viajar hasta el cerebro cruzando el nervio óptico. No sabía quién era el que clavaba sus redondos cristalinos en los míos. No imaginaba por qué lo estaba haciendo. No adivinaba cuáles eran los malignos designios que los llevaban a explorarme con la inmutable rigidez de fríos estiletes que cortaban las capas sensibles de conos y bastones para yacer sin compasión en el ahogo del líquido acuoso. Pensé: ¿Por qué a mí? ¿A quién habré mirado con desprecio para tener que soportar ahora la muda y enigmática respuesta de esos orificios anclados a los míos? No aguanté más la angustiosa incertidumbre e instintivamente pulsé el botón del velador. Sorprendido, vi mi propio rostro traslucirse en el espejado baldaquín del lecho.

Este relato forma parte de la serie “Relatos re latos”.

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