La rehén

EnmascaradoEl delincuente la miró por el resquicio mínimo que la máscara tejida dejaba a los ojos. La rehén no lo percibió. Atada a una silla con varias vueltas de cáñamo, intentaba descifrar con la cabeza gacha el porqué de su prisión en ese cuarto regado de desidia. No comprendía que el artero objetivo de los malvivientes no era ella sino su padre, poderoso magnate de incalculable fortuna. Desde una longincua lucerna, un rayo de luz acariciaba el polvo suspendido en la habitación y desnudaba la traslúcida piel de sus jóvenes hombros. Medrosa, levantó la vista hacia el captor y le inquirió: “¿Por qué estoy aquí?”. El embozado la observó dubitativamente. La belleza de la joven le anudaba la garganta y no atinaba a responderle. El único propósito que lo motivaba era ganar para sí la importante suma de dinero que reivindicaba su delictivo proceder. Ella insistió con la pregunta: “¿Por qué estoy aquí?”. Los ojos azules se clavaron en la rendija del embozo, bajo la cual otros ojos, pardos tal vez, recibieron la mirada como un fuego inoportuno que abrasaba su cerebro. Una lágrima se deslizó por el terso rostro de la joven. El forajido desnudó un cuchillo y se acercó. Ella pegó un respingo temeroso. Él cortó las ligaduras y en tono urgido le ordenó: “¡Vete de aquí!”. Aturdida, la joven masajeó unos instantes sus muñecas y con pasos vacilantes abandonó la habitación. Él la vio partir, y con un gesto de repentino fastidio clavó el cuchillo en la punta de la mesa y se despojó del antifaz. “¿Y ahora qué?”, se preguntó en voz alta. Una sorda imprecación le replicó desde la puerta. La figura de su airado secuaz se recortó en el vano y dos detonaciones acompañaron la invectiva. Se desplomó sobre el frío piso de baldosas. Una mancha silenciosa tiñó de rojo la camisa mientras que cientos de imágenes lo invadieron. De entre todas ellas, nítidamente se destacaban unos ojos azules que, como un  fuego inoportuno, abrasaban su cerebro.

Este relato forma parte de la serie “Cuentos incontables”.

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