La lengua comenzó a recorrer morosamente la garganta. La boca buscaba atrapar trozos del aire que lentamente se le negaba. Las gotas de sudor bañaban los ojos con el sabor salobre de lágrimas impensadas y un silencio finito como un estiletazo hirió los oídos. Nadie parecía darse cuenta de su ahogo. Nadie miraba hacia su desesperación. El rostro, de suyo pálido, era ahora una sinfonía de morados, una máscara rojiza que suspiraba miedo. En un esfuerzo final, puso dos de sus dedos en la garganta y lentamente extrajo un trozo de silencio oscuro como un pensamiento abandonado.
Este relato forma parte del libro “Ciento un relatos que siento uno” publicado en Diciembre de 2010.