El pequeño alguacil me miraba fijamente, agitando con frenesí las alas para permanecer inmóvil en el aire frente a mí. Me miraba con curiosidad, como quien nunca ha visto un ser humano, hundiendo sus grandes ojos facetados en mis pupilas, mientras pirueteaba graciosamente con el fino y alargado abdomen. Era una suerte de combate visual entre dos seres totalmente distintos que se observaban con mutua desconfianza. De pronto se me vino encima, para enseguida caer estrepitosamente al suelo, agonizante. Abrí la ventana y recogí el cuerpo inanimado. El bello insecto nunca llegó a comprender el misterio de un vidrio transparente.
Este relato forma parte de la serie “Cuentos de cien palabras”.