El perro olfateó las huellas. Su mirada miope no le permitía distinguir lo que la sensibilidad de su húmeda nariz le señalaba con toda claridad. El aroma penetrante laceró la mucosidad del hocico que husmeaba tembloroso sobre la tierra removida. Era un olor acre, inconfundible: el olor de carne a punto de entrar en descomposición que emergía en volutas invisibles desde algún lugar bajo la tierra. El perro escarbó con las patas, al principio en forma pausada y luego acelerando frenéticamente la búsqueda. Poco a poco la tierra fue amontonándose al costado de un pozo que se agrandaba de a momentos. Conforme el espacio vacío cobraba nuevas dimensiones, el perro aumentaba su frenetismo. De pronto se detuvo y comenzó a gemir. La luz de una linterna enfocó el centro de la excavación. La mujer ahogó un grito mezcla de sorpresa y de horror. Un dedo surgía de entre la tierra removida. Un dedo anular, a juzgar por la marca rotunda que una alianza había impreso en la piel. La mujer apartó al perro, se agachó hacia el centro del hoyo y levantó con suavidad el dedo ensangrentado. Lo observó con atención. Un corte preciso, como hecho por un eficiente cirujano, lo había separado limpiamente de una mano izquierda que quién sabe qué destino habría tenido. La tierra que cubría la falange ocultaba sin embargo una uña cuidadosamente recortada y pintada. La mujer tomó un pañuelo de papel del bolsillo de su chaqueta y aseó la pequeña extremidad quitándole tierra y sangre. Luego sacó una caja de cartón, colocó el dedo dentro de ella y la volvió a la oscuridad de su bolsillo. El perro seguía husmeando. La mujer se irguió, dio la vuelta e iluminó el camino, y con una orden precisa y cortante llamó al can. Juntos emprendieron el regreso hacia la casa que se recortaba contra la luna llena en lo alto del monte. Fueron cuatrocientos metros silenciosos que la mujer y el perro recorrieron a paso lento. Al llegar al chalet, la mujer encadenó al perro a la caseta, abrió la puerta mosquitero de la casa y entró en la amplia sala de persianas clausuradas. Encendió la luz de una lámpara, se quitó el abrigo húmedo de rocío y lo arrojó sobre un diván. Se acercó a la barra, donde las botellas y los vasos semejaban un desfile de soldados de cristal y se sirvió dos medidas de whisky. Con un suspiro a medias ahogado, se echó ella también sobre el diván junto a la chaqueta y comenzó a beber con lentitud saboreando cada trago. De pronto pareció recordar que debía concluir lo que había comenzado un rato antes. Tomó la chaqueta entre las manos, hurgó en el bolsillo y buscó la pequeña caja de cartón. La abrió morosamente y de su interior retiró el dedo. Lo observó con una mirada de cariño. Sobre la mesa ratona, al lado del vaso de whisky, había un anillo de diamantes. La mujer lo alzó cuidadosamente con la mano derecha, y más cuidadosamente aún, lo deslizó en el dedo solitario. Sonrió satisfecha. El anillo le calzaba a la perfección. Giró la vista hacia su mutilada mano izquierda, tomó un nuevo sorbo de whisky, cerró los ojos, y lentamente se quedó dormida.
De la serie «Cuentos para ustedes»