Aquella sombra

Sombra huyendoSaboreaba la soledad como quien saborea un sorbete de champagne y limón tras una comida copiosa. Marcaba el compás del silencio con el taconeo imperceptible de su zapato izquierdo, mientras el pie derecho, desnudo como recién nacido, formaba arabescos invisibles sobre la alfombra de yute de la India. La oscuridad latía sobre él con un canto tan melodioso como el del jilguero de la jaula dorada que colgaba en el balcón del tercer piso del edificio contiguo de ladrillos rojos y persianas blancas que se desplomaba morosamente bajo el sol en la esquina de Piedras y Moreno en el muy porteño barrio de Montserrat. Los atardeceres producían en él esa ambigua sensación de una tristeza dulce que se filtraba por el paladar hasta producirle un dolor agradable en el lado izquierdo del pecho. Entornaba los ojos y se dejaba llevar por los sentidos hasta un lugar que nunca sabía bien cuál era, pero donde la bruma lo acariciaba con mano de mujer y los aromas añejos hacían presa de su olfato. Ese día, la lluvia infinita ponía una cortina húmeda en la ventana y él, presa una vez más de su nostalgia, la contemplaba como si fuera la primera vez que la veía. Un mate amargo en la mano izquierda endulzaba el momento. Repentinamente, un golpe apenas perceptible en la puerta de entrada lo sobresaltó. Se preguntó quién se atrevería a romper la magia del instante. Como renegando de su propia decisión, se levantó despacio y se acercó a la puerta. -¿Quién es? –preguntó con voz cansina. Nadie respondió. Miró por la mirilla y vio que nadie se corporizaba en el pasillo. Abrió la puerta con cautela, pero el palier estaba vacío. Sólo una sombra huía escaleras abajo. Una sombra que una vez más había pensado que él aún no estaba listo a recibirla.

Este relato forma parte del libro “Ciento un relatos que siento uno” publicado en Diciembre de 2010.

Efecto cuántico

Efecto cuánticoMuchas veces los hechos que afectan nuestra vida son el resultado de nuestras propias decisiones, acciones u omisiones, pero también se ven influidos por las de los demás, cuando todas concurren en forma concatenada a producir ciertos efectos de los cuales ellas son las causas. La física cuántica procura –y logra- explicar apropiadamente estas relaciones de causalidad. Pero lo que no es posible determinar es si esos sucesos han sido los únicos que podían efectivamente ocurrir, en una suerte de implacable determinismo, o si podrían haber existido otras realidades alternativas, cuya posibilidad de ocurrencia dependería de las elecciones que nosotros y los demás hicimos en cada oportunidad. Los relatos que presento a continuación ejemplifican lo que quiero poner de manifiesto. Están basados en hechos de la realidad, aunque los desenlaces en cada uno de ellos no necesariamente se corresponden con lo efectivamente ocurrido. Aquí van:

1.   El colectivero imprudente

El coche de la policía estaba detenido en la calle transversal esperando a que la luz del semáforo lo habilitara a cruzar la avenida. En el asiento del acompañante, uno de los policías -que no había ajustado su cinturón de seguridad- acomodó la Itaka sobre las rodillas y la amartilló, porque en la vereda opuesta tres jóvenes entraban en forma sospechosa a un banco portando sendos bolsos. El semáforo cambió de color y el coche de policía comenzó a cruzar la calle, al tiempo que un colectivo lanzado a mediana velocidad hacía lo propio con el semáforo en rojo. El micro impactó en medio del automóvil, la puerta del acompañante se abrió de par en par, el policía cayó sobre el pavimento, y la escopeta, al golpear contra el suelo, se disparó. A veinte metros de distancia, un desprevenido transeúnte se desplomó mortalmente herido.

2.   El perro juguetón

Esa tarde el único ocupante del departamento del séptimo piso con vista sobre la avenida Rivadavia era el perro de la casa. Los miembros de la familia habían salido a atender sus obligaciones y el pequeño caniche se había adueñado del balcón. Entraba corriendo al living, tomaba impulso y saltaba contra el barandal una y otra vez. La última de ella sobrepasó los límites de la pared y se desplomó como un bólido sobre la calle, justo en el momento en que un señor sesentón pasaba frente a la puerta de entrada. El impacto fue terrible, y de resultas del cual, ambos perdieron la vida. En dirección contraria, y sin saber lo ocurrido, la esposa del hombre se acercaba al lugar de la tragedia. Al ver a su marido tirado en la vereda, sufrió un infarto y ella también murió. Pero no acaba allí el drama. Un vecino, apurado por prestar ayuda a los moribundos, cruzó corriendo la avenida y fue atropellado por un desprevenido colectivo. Tres personas y un perro perdieron la vida en menos de diez minutos frente al seis mil de la avenida Rivadavia.

3.   La taza asesina

Tres cuadras atrás el automovilista había pinchado una goma de su coche. Maldiciendo en voz baja su suerte, la cambió de mala gana. Pero al colocar la taza, no la sujetó correctamente y ésta quedó floja. Apurado porque llegaba tarde a una cita, apretó el acelerador para escapar a la luz roja de los semáforos, haciéndolo sobre el filo del cambio de luces. En la tercera cuadra, ya iba a casi cien kilómetros por hora. Fue entonces cuando la taza se desprendió y salió despedida como un bólido cruzando de par en par la avenida. Por suerte, no le pegó a ninguna persona. Pero la vidriera de la fábrica de pastas quedó pulverizada por el impacto. La vidriera que debería haber estado protegida por la cortina metálica, si no fuera por el corte de luz que asolaba la manzana.

Estos relatos forman parte de la serie «Reflexiones sin flexiones».

La cita

Gorda vestida de blancoTenía una cita con Teresa, y como llegaba tarde, la llamé y le dije: “Teresa, estoy demorado”. Teresa me respondió de manera cortante: “¿Y a quién le interesa de qué color estás vestido? Vení de morado, de celeste, de amarillo o del color que quieras, pero no llegues tarde esta tarde”. Y dicho esto, me cortó. Escuché atónito el tonito del teléfono al colgarse. Parecía una acusación en segunda persona: “Tu, tu, tu…”. Decidí prepararme para el encuentro. Pre-pararme. Es decir, hacer el esfuerzo de ponerme lentamente de pie antes de erguirme completamente, para que no me atacara la lumbalgia. ¿Quién habrá inventado la palabra “lumbalgia”? Si no existiera, la cintura no me dolería. Si no existiera la palabra, digo, no la cintura. Aunque si no existiera la cintura, tampoco me dolería. Tenía una contractura en el tracto anterior. En el anterior, pero también en el actual. Por eso actualmente me duele. Toda una paradoja. Anteriormente no me dolía, pero desde que me hablaron de la lumbalgia, empezó a dolerme. No me dolía mientras dormía escuchando una melodía acostado hacia el Levante. Pero cuando me levanté, sí me dolía. ¡Y cómo! Después di unos pasos y se me pasó. Fue entonces que decidí irme de Teresa, porque sospechaba que me engañaba. Ya sé que se debe decir “irme a lo de Teresa”, y no sólo “irme de Teresa”. Pero es un modo coloquial de decirlo. Y hablando de decirlo, dice un dicho que la dicha consiste en no intuir lo que nos lastima. Lástima, porque en este caso yo intuía que era un fiasco y me daba asco tanta hipocresía. Por eso el hipo crecía en mí conforme me acercaba a la casa de Teresa. Conforme, porque intentaba no mostrar mi disconformidad. Teresa vivía en un piso del primer piso de un edificio edificado al mil de la calle Superí. ¡Qué calle, esa Superí! ¡Parece la letra “i” de Superman! Si Superman tuviera letra “i”, por supuesto. Por supuesto, Teresa vivía en el primer piso, porque nunca había reformado el parqué del departamento, pero también tenía techo y paredes. Y un balcón hacia la calle. Y sí, un balcón hacia el dormitorio es un poco incómodo. O al menos, indiscreto. Teresa me esperaba parada en el balcón de Superí. Superé mi sensación de malestar cuando la vi. Era como una flor de invernadero: cuando le agarraba el calor, se achicharraba. Estaba ceñida con un vestido celeste y un cinturón blanco que tenía una hebilla redonda y dorada en el medio. Desde lejos, parecía una bandera argentina colgando del balcón. Claro que una bandera grandota grandota. Gigante, más bien. No sé si dice “más bien” o “mejor”. Mejor lo dejo así. La saludé agitando una mano, pero me ignoró. Ignoro si fue adrede o que no me vio por su miopía. Porque era tan corta de vista que no veía dos elefantes en una moto. En realidad, si es del caso, yo nunca vi dos elefantes en una moto, y sin embargo, tengo una vista excelente. Como la vista desde el balcón de Superí, que también es excelente. La cuestión es que me cuestioné si irme por si Teresa no quería recibirme. Dudé, y por las dudas, volví al paso sobre mis pasos y la llamé por teléfono para decirle que estaba demorado.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

68. Desde el balcón

-Hola. –Hola. –¿Cómo estás? –Bien, ¿y vos? –Yo también. Un poco cansado nomás. –¿Mucho trabajo? –Uff. Un montón. –Eso es bueno, ¿verdad? –Un poco sí, pero ahora ya no tengo tiempo libre. –¿Y por qué no dejás algo? –No puedo. Los clientes son muy demandantes y necesito el dinero para la operación de Juanita. –Juanita… ¿Cómo está? –En realidad, no muy bien. Tiene ese problema de cadera que no la deja en paz. –¿Cuántos años tiene Juanita? Ya debe ser muy mayor, ¿verdad? –Uff. Un montón. Es más lo que ha vivido que lo que le queda por vivir. Pero ella está siempre bien, alegre y vivaz a pesar de todo. El otro día, sin ir más lejos, salió a caminar y dio una vuelta a la manzana sin ayuda. –¡Qué bien! ¿hacía mucho que no hacía eso? –Uff. Un montón. Tanto que casi no recuerdo cuándo fue la vez anterior que se desplazó por sus propios medios. –Juanita… ¡Cómo me gustaría volver a verla! Ella siempre fue como una luz en las tinieblas para mí. Siempre supo cómo confortarme y hacerme apurar los malos tragos. Siempre alegre y vivaz… –Sí, ya te lo dije. ¿Y por qué no venís a verla? –No puedo. Vos sabés que soy alérgico a los perros. Bueno, me voy. Hacele una caricia de mi parte a Juanita. –Se la haré, no te preocupes. Yo también me voy. Tengo que comprarle los remedios y temo que cierre la veterinaria. Chau. –Chau-. Asomado al balcón los vi alejarse cada uno por su lado. Cuando se perdieron de mi vista, cerré la puerta corrediza y entré a ver a mi madre postrada en la cama con su problema de cadera. Solté una lágrima y bajé la persiana.

Este relato forma parte de la serie “Ciento un relatos que siento uno”.