Esa mañana, John Williams se despertó más temprano que de costumbre. Debía afrontar el que fuera tal vez el evento más demandante de su vida…
1… Acababan de encargarle que compusiera la música para la nueva película de Indiana Jones que se rodaba en la lejana Petra, en Jordania, y la inspiración parecía haberlo abandonado. Sólo unos breves acordes jugueteaban en su mente sin acabar de concretarse en una verdadera melodía. Acomodó su pesada humanidad en el taburete del piano y deslizó los dedos sobre las frías teclas de marfil. Lentamente, las notas comenzaron a aflorar. Una animosa melodía fue abriéndose paso entre las brumas del silencio y cobrando forma en las notas cuidadosamente dibujadas en un viejo pentagrama. Cuatro horas más tarde, la música había sido completada. Con una sonrisa de felicidad iluminándole la cara, John llamó al productor y le transmitió la buena nueva. Luego, más relajado, se sirvió un vaso de Chivas “on the rocks”, encendió un Partagás y se repantigó sobre el sillón.
2… El golpe al banco había sido planeado con extremo detalle y había llegado el día en que sería ejecutado. El origen irlandés de John traicionaba su paciencia en esa soleada mañana de Mallorca. Luego de una rápida ducha y un frugal desayuno, puso manos a la obra. Sobre la desvencijada mesa del antiguo comedor reposaba un revólver .44 Magnum Taurus cuidadosamente desarmado. Tomó el lubricante y con una franela limpia repasó el cañón del arma. Llenó de balas el cargador y la martilló. Nunca debió hacerlo. El disparo inesperado resonó en la habitación. La misma habitación en cuyo piso yacía John con el cráneo destrozado.
3… Ese día contraería matrimonio con la deliciosa Margareth Rutherford, el amor de su vida. Londres había amanecido como de costumbre, con las nubes encapotando un cielo que pugnaba por reventar de azul. Al menos, así era en la imaginación de John, tan cubierta de grises como el retazo de firmamento que se colaba por la cortina descorrida. Abrió el estuche de la alianza para contemplarla una vez más. Desolado, vio que la pequeña cuna de terciopelo estaba vacía. Miró hacia el lecho. Su compañera de cuarto, la misma que conociera la noche anterior en la despedida de soltero, había desaparecido, Y con ella, el anillo.
4… Una vez más debía afrontar el odiado trabajo de barrendero municipal en ese pequeño pueblo chileno -similar al Macondo tan magistralmente descripto por García Márquez en “Cien años de soledad”-, en el que todos sus habitantes se conocían, aunque no por ello se respetaban mutuamente. La rutina lo agobiaba y terminaba por desesperarlo. Pero había decidido que ese día sería distinto. Él era John Williams, un descendiente de los antiguos pobladores de Bristol, en el Reino Unido, que habían recalado en Sudamérica por cuestiones de las que no se habla. Tomó el uniforme de trabajo, el escobillón, la pala y el bote de basura, los roció con solvente industrial y les prendió fuego. Vio cómo las llamas consumían los enseres y una sonrisa satisfecha iluminó su rostro. Luego, se acostó nuevamente y se durmió.
5… Había soñado toda la noche con unos extraños ritmos con ribetes africanos. A pesar de haber nacido y vivido toda la vida en la civilizada y cosmopolita capital de Australia, el batir de tambores y el golpear de las palmas resonaban con fuerza en su mente, como si siempre hubieran sido parte de ella. De dónde habían surgido esos sones resultaba un misterio incomprensible. Tal vez algún ancestro desconocido le dictaba las notas a su imaginación. Hizo un esfuerzo inaudito para retener los sones, pero éstos parecían haber cobrado vida propia y saltaban y huían antes de que John pudiera plasmarlos sobre el papel en blanco. Decepcionado, abandonó el intento. Mañana comenzaría nuevamente.
6… La habitación del hospital resplandecía de blanco. John miró hacia el largo canuto flexible que nacía de su brazo izquierdo y se alzaba hasta un botellón de vidrio cuidadosamente sostenido por una percha de metal. La operación sería riesgosa y el resultado incierto. El cáncer era una enfermedad demasiado traicionera. Con extremo cuidado desprendió la tela adhesiva que sujetaba la aguja en la vena del brazo y retiró la punción. Trabajosamente, se levantó del lecho, llegó hasta la ventana de la habitación del quinto piso, la abrió con dificultad, y rezando una plegaria de contrición, se arrojó al vacío.
7… Hoy sería ejecutado bajo el cargo de sedición. Hacía frío esa mañana siberiana, en lo más profundo de la estepa donde fuera confinado tras ser detenido en el aeropuerto de Moscú con un importante cargamento de marihuana escondido en el doble fondo de sus valijas. No sentía remordimientos. Sabía que era inocente, que alguien se había aprovechado de su buena fe para utilizarlo de insospechado portador de droga. Lo habían condenado a muerte en un juicio sumario y todas las diligencias hechas por su abogado para salvarlo habían resultado inútiles. Lo que John ignoraba era que quien plantara la droga en las maletas, había sido precisamente el abogado.
Nota del autor: El nombre del personaje y algunas de las situaciones planteadas -aunque distorsionadas- están basadas en hechos reales. Las restantes son puramente imaginarias.
Estos relatos forman parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.