El gerente de banco (cuento de cien palabras)

Hola a todos.

Hoy vuelvo a compartir con ustedes un cuento de cien palabras.

Son sólo cien palabras: ni una más, ni una menos.

Espero que les guste.

El gerente de banco

Gerardo necesitaba un préstamo. Fue al banco y pidió hablar con el gerente. Éste lo atendió en un amplísimo despacho alfombrado, con dos enormes ventanales detrás de su sillón. El escritorio era imponente, así como el gerente, que le llevaba una cabeza a Gerardo, a pesar de su metro noventa. El préstamo le fue denegado porque para el gerente Gerardo era una persona insignificante a pesar de su alta estatura. Al salir del banco, nuevamente se cruzó con el Gerente. Sorprendido, vio que medía apenas un metro sesenta, bien disimulados en su oficina por una tarima oculta tras el escritorio.

Este relato forma parte de la serie «Cuento de cien palabras»

Diccionario católico

MandamientosRecibí un mail en inglés con definiciones humorísticas de ciertas acepciones usuales en el vocabulario católico. Hice una traducción libre al castellano, lo adapté a nuestras costumbres y lo completé con otras definiciones. Son ochenta definiciones de palabras usuales. Espero que haya quedado bien. Para quienes profesan otras religiones, o incluso para los agnósticos, si hubiera alguna palabra que no entienden, háganmelo saber para que se la explique.

  • Acólito: Ver monaguillo.
  • Agua bendita: Líquido cuya fórmula química es H2O​-LY (Holy= Santo, en inglés).​
  • Alba: Roquete largo de color albo.
  • Alcancía: Ranura en la pared usada muchas veces como buzón de sugerencias / Lugar donde ponen las colectas quienes llegan tarde a la misa / Cajero automático parroquial apto sólo para depósitos, generalmente custodiado por un santo.
  • Ambón: Pequeño escenario donde sube a leer gente que no sabe leer.
  • Amén:​ La única parte de la oración que todos conocen y rezan en voz alta.
  • Ángel: Ente celestial compuesto sólo de cabeza y alas.
  • Banco: Instrumento de tortura medieval aún encontrado en las iglesias católicas. / Lugar en cuya parte de abajo los fieles pegan los chicles antes de ir a comulgar.
  • Bautismo: Sacramento en el que se echa agua en la cabeza de chicos que ya vienen bañados.
  • Boletín parroquial: Tu recibo de que has ido a misa.
  • Camarlengo: Cardenal que se vuelve famoso cada muerte de obispo… mejor dicho, de Papa.
  • Campana: Antiguo instrumento utilizado para llamar a los fieles a misa, en la actualidad reemplazado por un MP4.
  • Capa pluvial: Ropaje ceremonial usado originalmente para protegerse de la lluvia, que hoy día,  para protegerlo de la lluvia, no se usa cuando llueve.
  • Capilla: Iglesia de fin de semana.
  • Cardenal: Obispo que se puso colorado.
  • Cartelera: Tabla donde se ponen los avisos que nadie lee.
  • Casulla: Vestimenta litúrgica que, como en la canción del camaleón, “cambia de color según la ocasión”.
  • Catecismo: Dogma que se aprende de chico y se olvida de grande.
  • Cirio Pascual: Vela que crece durante la Pascua y se achica el resto del año.​
  • Colecta: Momento de la misa destinado a juntar botones, monedas de diez centavos ​y tapitas de gaseosas.
  • Concilio: Reunión de obispos que dicen que quieren reformar la iglesia y actúan para no hacerlo.
  • Confesionario: Lugar del Templo impecablemente mantenido por lo escasamente visitado.
  • Coro: ​Grupo de personas cuyo canto le permite al resto de los fieles hacer playback.
  • Credencia: Mesita con un mantel encima para ocultar que tiene las patas flojas.
  • Cuaresma: Época del año en la que los carnívoros no comen carne y los vegetarianos tampoco.
  • Cura: Nombre coloquial que dais al sacerdote, que usa ropa oscura, pero que no os cura.
  • Diáconos: Ministros a los que no les da el piné para ser sacerdotes.
  • Diez mandamientos:  ​Lista de los «top ten» que no aparecen en Crónica Noticias.
  • Epístolas: Cartas de los apóstoles de la época en que no había email ni whatsup.
  • Estampitas: Figuritas coleccionables en las que los protagonistas no son futbolistas, superhéroes o próceres.
  • Fieles: Personas que van tan seguido a misa que ​saben real​mente cuando sentarse, arrodillarse y ponerse de pie.
  • Flores: Adornos usados en casamientos y velatorios… Ah, ¿es lo mismo?
  • Homilía: Momento de la siesta en la misa.
  • Imágenes: Estatuas de hombres y mujeres en las que los ojos miran siempre hacia arriba.
  • Incienso: Fumata sagrada que no causa cáncer de pulmón.
  • Jacob: Patriarca bíblico que se hizo conocido por su palo (“Palo Jacob”).
  • Jerusalem: Ciudad Santa reclamada como propia por los judíos, palestinos, musulmanes, católicos, ortodoxos, coptos,…
  • Jesuitas: Orden de sacerdotes conocida por su habilidad para armar colegios con buenos equipos de basket / Congregación de la cual jamás saldrá un Papa… eh… eh… esteeeeeee.
  • Jonas: La historia original de «Tiburón».
  • Judit: Mujer hebrea por la cual Holofernes perdió la cabeza.
  • Justicia: Cuando los chicos se hacen grandes y tienen sus propios hijos.
  • Kyrie Eleison: Las únicas palabras griegas que la mayoría de los católicos pueden reconocer, aparte de Mykonos y baklava.
  • Letanía: Oración repetida pidiendo que los chicos se porten mejor en misa.
  • Liturgia: Conjunto de ritos y gestos que los que los miran, no entienden, y los que los hacen… tampoco.
  • Manutergio: Complicado nombre para decir “pañuelo”.
  • Mártir: Santo casado.
  • Matrimonio: Sacramento de orden temporal que combina unos instantes de felicidad con años de arrepentimiento / Único pecado no redimible por confesión.
  • Micrófono: Elemento inútil para amplificar la voz, porque nunca funciona bien.
  • Misterios de la Iglesia: Son tres:
  • ¿Qué piensan los jesuitas?
  • ¿Cuánta plata tienen los salesianos?
  • ¿Dónde guardan sus bienes los franciscanos?
  • Mitra: Sombrero de obispo que éste no sabe si ponerse o sacarse, ponerse o sacarse, ponerse o sacarse…
  • Monjas: Especie exótica en extinción.
  • Moisés: Líder hebreo al que no le gustaba mojarse los pies.
  • Monaguillo: Ver acólito.
  • Navidad: Época del año en que adornamos un árbol y lo llenamos de nieve, en lugares donde no tenemos esos árboles ni esa nieve.
  • Obispo: Dignidad sacerdotal que sufre de estrechez mitral.
  • Óleos: Aceites que no figuran en la lista de “precios cuidados”.
  • Palio: Babero papal.
  • Papa Francisco: Papa actual sobre el que mucha gente fuera de la Curia romana pregunta de dónde vino, y dentro de la Curia romana preguntan por qué vino.
  • Pecado: Error que no se debe cometer, pero… ¡qué lindo es!
  • Penitencia: Ver Matrimonio.
  • Pesebre: Lugar donde María tuvo a Jesús porque José no tenía cobertura de prepaga (Forma de mostrarnos que los viajes de vacaciones de la Biblia han sido siempre duros).​
  • Procesión de comunión: Fila larga que va hacia donde está el sacerdote y corta hacia los ministros de la comunión.
  • Procesión de entrada: Formación ceremonial al inicio de la misa compuesta por los servidores del altar, el celebrante y los últimos fieles que llegan buscando asientos.​
  • Procesión de salidaFormación ceremonial al final de la misa liderada por los fieles que tratan de llegar antes que la multitud al estacionamiento.
  • Reclinatorio: Parte del banco usualmente utilizada para poner los pies y ensuciarse los pantalones.
  • Reyes Magos: Protagonistas de la película “Tres hombres y un bebe”.
  • Roquete: Alba corta.
  • Sacristía: Lugar donde no se encuentran las cosas que se deberían encontrar, y se encuentra la gente que no se debería encontrar.
  • Salmo: Canto de alabanza cantado generalmente en un tono tres octavas más alto que el del rango de la comunidad.
  • Salomón: Rey de Israel al que se le atribuye la frase “cortar por lo sano”.
  • Saludo de la Paz: Único momento de la misa en que miramos al que tenemos al lado.
  • Santos: Personas que tuvieron que morirse para que los demás las valoraran.
  • Seminario: Factoría en la que las personas no son los operarios sino la materia prima.
  • Sermón: Ver homilía.
  • Sotana: Antigua vestimenta sacerdotal a la que le habría venido bien un cierre relámpago.
  • Tonsura: Afeite usado por los monjes para disimular la incipiente calvicie.
  • Turíbulo: ¿Ehhhhh?
  • Turiferario: ¿¿Ehhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh??
  • Vaticano: Uno de los estados más pequeños del mundo, con una de las influencias más grandes del mundo.
  • Vicarios: Sacerdotes que secundan al párroco cuando está y lo critican cuando no está.

Un comienzo y siete epílogos

PianoEsa mañana, John Williams se despertó más temprano que de costumbre. Debía afrontar el que fuera tal vez el evento más demandante de su vida…

1… Acababan de encargarle que compusiera la música para la nueva película de Indiana Jones que se rodaba en la lejana Petra, en Jordania, y la inspiración parecía haberlo abandonado. Sólo unos breves acordes jugueteaban en su mente sin acabar de concretarse en una verdadera melodía. Acomodó su pesada humanidad en el taburete del piano y deslizó los dedos sobre las frías teclas de marfil. Lentamente, las notas comenzaron a aflorar. Una animosa melodía fue abriéndose paso entre las brumas del silencio y cobrando forma en las notas cuidadosamente dibujadas en un viejo pentagrama. Cuatro horas más tarde, la música había sido completada. Con una sonrisa de felicidad iluminándole la cara, John llamó al productor y le transmitió la buena nueva. Luego, más relajado, se sirvió un vaso de Chivas “on the rocks”, encendió un Partagás y se repantigó sobre el sillón.

2… El golpe al banco había sido planeado con extremo detalle y había llegado el día en que sería ejecutado. El origen irlandés de John traicionaba su paciencia en esa soleada mañana de Mallorca. Luego de una rápida ducha y un frugal desayuno, puso manos a la obra. Sobre la desvencijada mesa del antiguo comedor reposaba un revólver .44 Magnum Taurus cuidadosamente desarmado. Tomó el lubricante y con una franela limpia repasó el cañón del arma. Llenó de balas el cargador y la martilló. Nunca debió hacerlo. El disparo inesperado resonó en la habitación. La misma habitación en cuyo piso yacía John con el cráneo destrozado.

3… Ese día contraería matrimonio con la deliciosa Margareth Rutherford, el amor de su vida. Londres había amanecido como de costumbre, con las nubes encapotando un cielo que pugnaba por reventar de azul. Al menos, así era en la imaginación de John, tan cubierta de grises como el retazo de firmamento que se colaba por la cortina descorrida. Abrió el estuche de la alianza para contemplarla una vez más. Desolado, vio que la pequeña cuna de terciopelo estaba vacía. Miró hacia el lecho. Su compañera de cuarto, la misma que conociera la noche anterior en la despedida de soltero, había desaparecido, Y con ella, el anillo.

4… Una vez más debía afrontar el odiado trabajo de barrendero municipal en ese pequeño pueblo chileno -similar al Macondo tan magistralmente descripto por García Márquez en “Cien años de soledad”-, en el que todos sus habitantes se conocían, aunque no por ello se respetaban mutuamente. La rutina lo agobiaba y terminaba por desesperarlo. Pero había decidido que ese día sería distinto. Él era John Williams, un descendiente de los antiguos pobladores de Bristol, en el Reino Unido, que habían recalado en Sudamérica por cuestiones de las que no se habla. Tomó el uniforme de trabajo, el escobillón, la pala y el bote de basura, los roció con solvente industrial y les prendió fuego. Vio cómo las llamas consumían los enseres y una sonrisa satisfecha iluminó su rostro. Luego, se acostó nuevamente y se durmió.

5… Había soñado toda la noche con unos extraños ritmos con ribetes africanos. A pesar de haber nacido y vivido toda la vida en la civilizada y cosmopolita capital de Australia, el batir de tambores y el golpear de las palmas resonaban con fuerza en su mente, como si siempre hubieran sido parte de ella. De dónde habían surgido esos sones resultaba un misterio incomprensible. Tal vez algún ancestro desconocido le dictaba las notas a su imaginación. Hizo un esfuerzo inaudito para retener los sones, pero éstos parecían haber cobrado vida propia y saltaban y huían antes de que John pudiera plasmarlos sobre el papel en blanco. Decepcionado, abandonó el intento. Mañana comenzaría nuevamente.

6… La habitación del hospital resplandecía de blanco. John miró hacia el largo canuto flexible que nacía de su brazo izquierdo y se alzaba hasta un botellón de vidrio cuidadosamente sostenido por una percha de metal. La operación sería riesgosa y el resultado incierto. El cáncer era una enfermedad demasiado traicionera. Con extremo cuidado desprendió la tela adhesiva que sujetaba la aguja en la vena del brazo y retiró la punción. Trabajosamente, se levantó del lecho, llegó hasta la ventana de la habitación del quinto piso, la abrió con dificultad, y rezando una plegaria de contrición, se arrojó al vacío.

7… Hoy sería ejecutado bajo el cargo de sedición. Hacía frío esa mañana siberiana, en lo más profundo de la estepa donde fuera confinado tras ser detenido en el aeropuerto de Moscú con un importante cargamento de marihuana escondido en el doble fondo de sus valijas. No sentía remordimientos. Sabía que era inocente, que alguien se había aprovechado de su buena fe para utilizarlo de insospechado portador de droga. Lo habían condenado a muerte en un juicio sumario y todas las diligencias hechas por su abogado para salvarlo habían resultado inútiles. Lo que John ignoraba era que quien plantara la droga en las maletas, había sido precisamente el abogado.

Nota del autor: El nombre del personaje y algunas de las situaciones planteadas -aunque distorsionadas- están basadas en hechos reales. Las restantes son puramente imaginarias.

Estos relatos forman parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.

Dólares

Días pasados fui al banco a vender unos dólares. Cuando llegué, encontré que la cola llegaba hasta la calle. Me armé de paciencia –aunque a mí no me gustan las armas– y me dispuse a esperar mi turno. Había todo tipo de gente, pero mayoritariamente las personas mayores eran mayoría. Vi un señor igualito igualito a Washington. ¿Washington vendiendo dólares? Después de mirarlo un rato me di cuenta de que era un cartel de publicidad. Cuando llegó mi turno me acerqué al cajero y le dije: -Vengo a realizar una operación. -El sanatorio es al lado– me respondió. No supe qué contestarle, pero al ver que se reía comprendí que estaba bromeando. ¡Qué gracioso el cajero! -¿A cuánto está la tasa?– atiné a preguntarle. -A diez centímetros del plato– me respondió. Nuevamente no supe qué decir, pero la nueva risa del cajero me alentó a continuar. -No, en serio, ¿a cuánto está el cambio?– insistí. -¿Comprador o vendedor?– me preguntó. -Yo quiero vender– le dije. -Ah, entonces, comprador– me respondió. Lo miré confundido. -Yo quiero vender– insistí. -Sí, ya lo sé. Por eso es comprador-. No entendí la lógica pero me resigné. -¿Entonces?– pregunté. -Mire, acaba de bajar. Si hubiéramos realizado la operación diez segundos antes se habría ganado un diez por ciento de diferencia-. Se me heló la sonrisa en la cara. -¡Pero si hace como cinco minutos que le vengo preguntando!– protesté. -Lo siento. Es el cambio vigente al momento de concretar la operación y usted aún no lo hizo. ¿Cuánto quiere vender?-. Tragué saliva y le respondí: -Cien dólares-. Me miró con cara de desprecio y preguntó: -¿Los trajo? -¡Claro!– le respondí enojado. –Si no, ¿cómo podría cambiarlos? -Ah, no sé. Eso es asunto suyo– me contestó. -Déme el dinero, documento y certificado de vacuna del perro. -¡Pero si yo no tengo perro!– le dije casi gritando. -Bueno, en ese caso basta con el dinero y el DNI-. Le pasé ambas cosas por debajo del vidrio de seguridad. Agarró el billete de cien dólares, lo miró del derecho y del revés, lo volvió a mirar, lo puso al trasluz, lo colocó debajo de una lámpara ultravioleta, le pasó la yema de los dedos por ciertas zonas y finalmente le puso un sello. Luego tomó el documento y repitió todos los mismos gestos. Yo estaba que me salía de mí. Terminó la ceremonia y me dijo: -No se lo puedo cambiar. -¿Por qué?– pregunté exasperado. -Porque tiene un sello– me respondió. –Y nosotros no tomamos billetes sellados. -¡Pero si lo acabás de sellar!– lo tuteé ya totalmente descontrolado. -Ese no es el punto– me respondió. -El hecho es que se lo puedo tomar pero con un descuento del diez por ciento-. Miré la hora. Habían pasado quince minutos y yo seguía allí. Recordé que me estaban esperando y que ya llegaba tarde a mi cita. Le dije: -Está bien, pero apurate-. Me miró con otra cara de desprecio, muy parecida a la de la primera vez. Preparó una serie de papeles que tuve que firmar, contó la plata y me la pasó por la ventanilla. Estaba en eso cuando se acercó una señorita y le dijo al cajero: -Disculpame. Me diste diez pesos de menos-. Él le sonrió y le dio un billete. La señorita se alejó. Tomé mi dinero y me fui alejando de la ventanilla mientras lo contaba. Me detuve: a mí también me faltaban diez pesos. Volví sobre mis pasos y se lo reclamé al cajero. -No puedo hacer nada– me dijo, mientras señalaba un cartel que decía: “Una vez que se aleja de la ventanilla, no se aceptan reclamos de ningún tipo”. -¿Y por qué a ella sí se los diste?– le pregunté, mientras señalaba la parte de la señorita que se veía mientras se iba. -Porque aquí dice “de ningún tipo”– me respondió. -Sobre mujeres no dice nada-. Me alejé indignado. ¡Y después las mujeres dicen que las discriminan!

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

En el banco

La fila era interminable, así como la espera. Los olores y humores espesaban el ambiente como en una grotesca sátira kafkiana. Esteban miraba impaciente a las cajeras que ocupaban sólo dos de los seis puestos de trabajo supuestamente disponibles para la atención del público, quienes mostraban tanto su desgano como el malhumor de lunes. De pronto, uno de los guardias de seguridad se acercó al mostrador acompañado de una joven que llevaba en brazos a una graciosa pequeña de rubios rulos y tapado azul. Los habitantes de la fila alimentaron su resignación ante la certeza de que perderían un turno. Luego de algunos interminables minutos, la joven se alejó dando gracias en voz baja. La fila retomó el ritmo cansino que traía antes de la irrupción del guardia. Increíblemente, lo vieron llegar nuevamente, esta vez acompañado de un joven con una bufanda en torno al cuello y una criatura en brazos. Los rulos rubios de la niña se escapaban de un coqueto gorro marinero y caían sobre un poncho rojo. Esteban miró con curiosidad a ese pequeño rostro de impreciso origen conocido. En ese instante, la cajera contigua lo llamó y Esteban pudo concluir su trámite. Salió del banco, caminó media cuadra y en la esquina vio al joven de la bufanda charlando con una señora que tenía a su lado dos bolsas con abundante ropa de niña. El joven le devolvía la niña a la que parecía ser la madre. También le entregaba los diez pesos convenidos por el alquiler de la criatura, según establecía el cartel escrito a mano junto a las bolsas.

Este relato forma parte de la serie “Relatos re latos”.