Primero fue sorpresa, luego, alegría, finalmente, asombro. Nadie esperaba que el Cardenal Bergoglio fuera elegido Papa y que él aceptara tamaño honor y responsabilidad. Una gran mayoría –sobre todo en la Argentina- expresó de inmediato su júbilo por tener un Papa latinoamericano y de las características del ex Primado. Todo el mundo –y creo que no me equivoco al afirmarlo- exteriorizó su admiración por las señales inmediatas de sensatez, pobreza y despojo que este nuevo Francisco puso en evidencia desde el primer momento en que asumió su flamante condición. Y hoy, pasadas escasas dos semanas desde su designación como pastor de la Iglesia Católica, sigue dando muestras permanentes de la coherencia y firmeza que rigen sus acciones. La llama sigue viva, y seguramente él la mantendrá encendida. Pero la cosa no acaba allí. A pesar de tener de su lado al Señor, a Francisco le será difícil llevar a cabo la renovación de una iglesia demasiado acomodada en sí misma (“mundanidad espiritual”), demasiado acostumbrada a mirarse el ombligo (“peligro de autorreferencialidad”), demasiado lejos de la “periferia existencial”, como él la definió, Hay muchos interesados en que nada cambie, en que todo se trate de un gatopardismo religioso que en el fondo deje todo como está. Los adversarios están afuera pero también adentro, y caminar el camino que Francisco propone exige un esfuerzo significativo por parte de todos. ¿Seguirá viva en nosotros la llama que él prendió? ¿Qué haremos para que así sea, para que las buenas intenciones no queden sólo en eso, pavimentando el camino del infierno? Los cristianos en general, y los católicos en particular, debemos aprovechar la ocasión que Dios nos dio de tener un Papa como Francisco, para renovar esa Iglesia “pobre y para los pobres” que Francisco de Asís pedía en su tiempo, y Francisco de Flores reclama en la actualidad.
Nota: Las palabras encomilladas y en itálica son definiciones dadas por el propio Papa Francisco.
Este texto forma parte de la serie “Reflexiones sin flexiones”.