Ingratitud

Eran las once de la noche. Salió del comedor comunitario donde ayudaba a los indigentes que se alineaban cada día tras un plato de sopa y una porción de pasta y comenzó a caminar hacia su casa. Su carácter sencillo y humano le había granjeado el afecto de casi todos los comensales cotidianos que apreciaban el trato amable que él les dispensaba. Al doblar la esquina, dos sombras se recortaron de la sombra y lo enfrentaron revólveres en mano. -¡Danos la guita!- le gritaron casi al unísono. Él se quedó inmóvil por un instante y luego, lentamente, metió la mano en el bolsillo y sacó los pocos billetes arrugados que llevaba. Al dárselos con mano temblorosa, uno de ellos lo miró a los ojos y le dijo con voz entrecortada: -Pero, vos sos el que nos atiende en el comedor de la iglesia-. Él asintió con un gesto imperceptible. El ladrón le dijo a su compinche: -No podemos hacer esto. Yo conozco a este hombre y él a mí-. El compañero le devolvió la mirada y le dijo:- Tenés razón-. Y apuntando al centro de la frente, disparó. Ahora ya no podría delatarlos.

Este relato forma parte de la serie “Cuentos incontables”.