En el cráneo de una mujer asesinada que yacía bajo toneladas de olvido, escritos en forma indeleble, se leían los siguientes caracteres:
ժամանակը չի ստում
La frase -“El tiempo no miente”, en idioma armenio- embarazada en la frente de lo que alguna vez fuera un ser humano, estaba grabada a cuchillo en el hueso que cubría las ideas y se desplomaba sobre el parietal izquierdo del agónico cadáver. No era un epítome más. Era el mudo testimonio de una verdad irrefutable eternizada a sangre y miedo sobre la laxitud desconocida de un cuerpo sólo reclamado por los gusanos que armaron un festín de piel y órganos blandos en la oscuridad del túmulo mortuorio momificado en frío. La pala que removió la tierra que ocultaba la revelación, enmudeció de asombro. La mano que empuñaba el instrumento se dejó caer laxa sobre el costado del cuerpo acuclillado. La mente que dirigía la maniobra se nubló con una niebla inexplicable. Sólo el esqueleto innominado resplandecía en el silencio de la excavación. Repentinamente, un temblor desusado depositó la tierra removida sobre su antigua apostura volviendo los restos a su morada de sombra y soledad. El arqueólogo alzó la vista hacia las negras y amenazantes nubes que se anunciaban en la entrada de la caverna, y adivinando el destino del rayo preanunciado por el estrépito del trueno, abrió los brazos y se dejó llevar.
Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.