La fruta

Hoy quiero hablarles de la fruta, esa rica comida con la que solemos terminar nuestros almuerzos y cenas y que a veces usamos también en los desayunos y meriendas o como colaciones entre comidas. En pocas palabras, las podemos deglutir en cualquier momento del día. O de la noche. O también por la tarde. No sé si notaron que dije deglutir. Y eso que estoy sin el diccionario a mano. A mí me gusta mucho la fruta. En realidad, no me gusta la fruta. O depende. Depende de la fruta y de mis gustos. ¡Qué sé yo! Lo que pasa es que hay muchos tipos de frutas, cada una con sus características propias, las cuales permiten que las ingiramos en jugos o en papilla, con cáscara o sin ella, al natural o elaboradas, etc. ¡Epa! Ahora dije ingiramos. ¡Qué tal! Pavada de lenguaje estoy usando, ¿no? Volviendo a la fruta, tenemos por ejemplo la banana o el plátano, que es una fruta retorcida, desinteresada y tímida. Retorcida porque no sabe estar derecha como el espárrago, que no es una fruta pero crece derecho. Desinteresada porque es “plata-no”. Y tímida porque tiene cáscara y para comerla hay que pelarla. Al menos en los países subdesarrollados, donde se la pela para comerla, ya que en los países desarrollados se la pela, se raya la cáscara y se la fuma como si fuera un porro. Es que en los países desarrollados hasta el uso de la fruta se desarrolla. Hablando ahora de fruta que se pela, tenemos el ananá y el coco. ¡Claro! ¿Probaron ustedes alguna vez comer un ananá o un coco sin pelar? Se las regalo. ¡Ni con kilos de Corega se pueden comer! Con relación a la fruta para jugo, la reina indiscutible es la naranja. Con pulpa o sin pulpa, mezclada con frutilla y cardamomo, formando pareja con la zanahoria… Da para todo la naranja. Como la uva, que puede venir en racimos o en botellas. La frutilla, por su parte, es una fruta muy gregaria. ¡No! ¡No dije Gregoria, sino gregaria! Porque ustedes creen estar mirando una sola frutilla y en realidad son montones de pequeñas frutillitas amontonadas en forma de pirámide invertida. Por eso las frutillas pertenecen al grupo de las infrutescencias. Y sigo sin el diccionario, eh. Las mandarinas vienen de China… Ah, ¿esos son los mandarines? Pido disculpas por el error. La mayoría de las frutas tiene cáscara para que no se desparrame el interior. Como el durazno y el damasco… ¡Ahhh! Yo no puedo tocar la cáscara de esas frutas. ¡Me da una cosa en los dientes! Menos mal que a mi esposa no le causan impresión y me las pela para mí. Y por último, tenemos el tomate… ¡Los atrapé! Ustedes no sabían que el tomate es una fruta. Creían que era una verdura, ¿no? ¿Vieron? Tienen que seguir leyendo este blog porque van a adquirir un altísimo nivel de cultura. Hasta la próxima.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

El destierro

SambucaLa antigua sambuca desgranaba las lánguidas notas del sirtaki al influjo de las ligeras manos de la ejecutante, quien acariciaba las cuerdas como aprendiera a hacerlo de manos de su padre cuando, niña aún, caminaba por las calles de una Damasco no convulsionada por los horrores de la guerra. En su largo periplo hacia el destierro, tomó consigo los recuerdos de la infancia que se enredaban en los filamentos del arpa angular, dijo adiós a los cedros del vecino Líbano, navegó hacia Chipre en una débil barca de madera, y bordeando la costa de Turquía en un viaje que sentía interminable, recaló en la pequeña isla de Karpatos en medio del Egeo. Allí encontró un nuevo hogar, nuevas costumbres y una nueva vida. Aprendió un nuevo y exótico lenguaje, distinto en tonos y escritura a su propio idioma poblado de ornatos y cenefas. Al comienzo era una extraña para sus vecinos, “la siria”, como despectivamente la llamaban. Pero con el tiempo la aceptaron, así como ella aceptó su nueva condición. Se convirtió en la concertista del pueblo, animando fiestas y banquetes con los sones de su instrumento y los cantos entonados con leve acento oriental. Nunca había regresado al continente. Nunca volvió a ver las montañas de Siria ni los cedros del Líbano. Después de tantos años, ya era una griega más, un típico producto de las islas del Egeo. Y ahora, en las postrimerías de la vida, continuaba pulsando las cuerdas del viejo instrumento para arrancarle sones profundamente griegos. Al concluir la música, sobre la pista quedaron los trozos de los platos arrojados por el público en homenaje a los bailarines. Junto a ellos se desvanecían las esperanzas de la vieja sambucistria de un próximo retorno a su Damasco natal. Esa noche la enterraron junto a su sambuca. Una roca rodó montaña abajo en las laderas del Hermón y un rayo desgajó de cuajo el cedro más antiguo del Líbano. En la pequeña Kárpatos, esa noche no brilló la luna.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.