Abstrayéndose de las inquietantes leyendas que daban cuenta de la existencia de un monstruo que habitaba el laberinto, pero con una mezcla de prevención y respeto, el espeleólogo se adentró en las fauces de la caverna. Era un hábitat inconcluso en el que las sombras exhalaban años de amargura y los silencios huían despavoridos. Embretado en una extraña orografía de húmedas rocas verticales, el hombre respiraba un temor reverencial que le estrujaba la garganta impidiendo el paso de la saliva hacia la glotis reseca. Un frío desolado se filtraba entre estalactitas inertes y estalagmitas salificadas y repicaba sobre la piel sudorosa. Una inesperada hiperemia agolpó la sangre en el rostro hasta entonces pálido, al tiempo que un extraño temblor momificaba la rigidez de las piernas. Conforme descendía pendiendo de la línea de cáñamo hacia la oscuridad profunda y amenazante, el corazón del aventurero multiplicaba los afanes tamborileando sobre el pecho inflamado. De pronto, algo detuvo su descenso. Era como si una mano invisible le atajara la espalda obligándolo a detenerse en medio del vacío. El hombre quiso girar sobre sí, pero la férrea atadura se lo impedía. Al intentar iluminar el obstáculo con la lámpara de aceite, un movimiento brusco de la mano desprendió la luminaria, que se precipitó en la profunda oquedad del angosto túnel. El hombre permaneció inmóvil, sin poder adelantarse ni retroceder, aguardando el siguiente movimiento de la invisible garra que lo atenazaba. Pasaron minutos, horas, días tal vez, y el hombre se resignó a su destino en ese extraño pasadizo tras el aparente ataque del mítico Minotauro que lo atrapara. Una semana más tarde, la expedición de rescate encontró el frío cadáver pendiente de la soga, con el cinturón de cuero enganchado en la saliente de una roca.
Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.