Encausto

Desde el lecho de enfermo en que yacía preso de una extraña dolencia cuyas causas ningún médico acertaba a definir, en un momento de apirexia en el que la fiebre intermitente le diera un súbito respiro, el Emperador ordenó con voz débil: «Tráiganme el sácrum encáustum». Los sirvientes se movilizaron rápidamente en la búsqueda de la purpúrea tinta destilada por cientos de caracoles carnívoros marinos, reservada sólo para la más alta dignidad del Imperio. El Emperador alzó con dificultad medio cuerpo sobre la almohada, tomó con mano temblorosa la pluma de faisán real, la hundió en el tintero tallado en alabastro y con un último esfuerzo la apoyó sobre el amarillento pergamino donde una vez más rasgaría sus habituales cultismos, esas expresiones que denotaban el estilo de lengua esmerada que aprendiera siendo niño de labios de su nodriza extranjera. «Una vez más estoy sumido en un ilapso inenarrable, soportando estoicamente los disfavores de un cuerpo consternado, pero elevando el espíritu hasta el arrobamiento…». La escritura se desdibujaba conforme avanzaba en su agónica grafía, más cercana a un paroxismo inevitable que al arrebato vehemente de una milagrosa recuperación. La palidez ganaba espacio en el rostro infestado por el dolor y la pena. Al intentar mojar una vez más la pluma en el marmóreo receptáculo, un movimiento inesperado derramó el líquido rojizo sobre la sábana impecable. Sus acólitos, nerviosos, amagaron una rápida limpieza. Sólo entonces el emperador cayó en la cuenta de que la tinta era en realidad su propia sangre.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.