Impermanencia – El rugido del león (*)

Monje y cometaLas almenaras fulgían en las atalayas de roca infranqueable que forjaban la base del Qomolangma, en la terra incognita de los macizos inabordables y los mil seiscientos lagos de agua dulce que suavizaban la árida meseta tibetana del Reino de Ladak. Kungshu Phan alimentaba el fuego sagrado encendido a fuerza de dificultades y excremento de yak y azuzado con el fuelle de madera y cuero heredado de los abuelos de sus abuelos por quién sabe cuántas generaciones. Alimentaba el fuego para avisar a su esposa Mo Ti que la tormenta había morigerado su furia y por algún tiempo sería posible arrojarse desde la Torre del Fénix Dorado amarrado a la cometa de seda y papel washi, remontarse llevado por el viento y aterrizar en el Camino Púrpura dos mil metros abajo, donde ella lo esperaba para acompañarlo hasta Zengge Zangbo a recibir el chorten, el relicario de la iluminación. Era la conclusión del retiro de tres años, tres meses y tres días que todo monje debía realizar una vez en la vida, previo a la Ceremonia de la Corona Negra que el Karmapa, líder espiritual de la escuela Kagyu, realizaba en el Monasterio budista de Rumtek cada quinquenio. El vuelo en cometa no era sólo un ejercicio físico, una prueba de destreza suprema, sino la práctica de la meditación, la sagrada shamata que llevaba al estado de máxima pureza mental. Mientras el resto de los monjes recitaba el Om Mani Padme Hum, el mantra espiritual de la relajación, Kungshu Phan hizo las veinte postraciones, leyó las páginas talladas en madera del Bardo Todol, el libro tibetano de la muerte, y calzándose el arnés de soga, carreteó brevemente y se lanzó al vacío. Luego de un breve sofocón inicial producido por el abrupto salto, estabilizó la cometa y comenzó a deslizarse ágilmente por el aire. Una sensación de paz inaudita lo invadió. Libre de presiones, ligero como las aves y dueño absoluto de su cuerpo y de su mente, realizaba piruetas ascendiendo y descendiendo en el vacío al influjo de la brisa. De pronto, un viento traicionero se coló bajo la tela desgarrándola. Kungshu Phan perdió el dominio de la cometa y se precipitó pesadamente al suelo. Lanzando un grito de angustia, Mo Ti corrió hasta él. Al llegar a su lado, tres cosas la impactaron. La primera, que entre los dedos de las manos de su esposo se enredaba a modo de relicario una pequeña réplica de la Rueda Dorada de la Monarquía Universal. La segunda, que en los labios florecía una sonrisa. Pero lo más llamativo era que, a pesar de estar muerto, su corazón seguía latiendo…

(*) En la cultura budista se conoce como “El rugido del león” a la proclamación sin miedo de la verdad.

Nota: Los nombres de los lugares, las personas y los objetos son reales, pero no necesariamente se corresponden con su ubicación física dentro del relato.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.

El ahogo (II)

IndiferenciaComo regurgitando pensamientos apenas esbozados, como sintiendo la presión de los instintos sobre las sienes pobladas de amargura, como saboreando un banquete de ojos derretidos por el calor de un fuego que no ardió, la noche en que tu historia se sobrepuso con la mía rodeó mi cuello, se deslizó brevemente por el pecho, y en el instante aquel en que la amargura abandonaba el nido, una imagen sin final me penetró pausadamente, gozando de un momento que nunca llegué a saborear, perdido en mi propia indiferencia.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.

El volcán

VolcánEl volcán ruge furioso, como poseído por mil demonios. En sus entrañas se revuelve el fuego que derrite con su efervescencia todo a su alrededor. La lava hirviente trepa por las paredes y se derrama al exterior arrasando con lo que encuentra a su paso. No hay manera de controlar su fuerza ni de pacificar su furia. El mismísimo infierno parecería un paraíso comparado con tanto ardor. Durante el día la fogosidad va en aumento, y por la noche ya resulta una explosión de calor insoportable… ¡Maldita úlcera! ¡Juro que es la última vez que como una comida tan picante!

Este relato forma parte de la serie «Cuentos de cien palabras»

Ts’ipit K’áak (Anillo de Fuego)

Bordeando los contornos del extraño paraje que se radiculaba en las anchuras de un territorio inexpugnable, el indio, entronizado en una historia singular de noches y matices, derivaba sin rumbo desnudo de toda desnudez. Sólo un arco grotescamente artesanado sobre una rama virgen de nogal cruzaba el pecho vigoroso, mientras sobre la espalda se desmoronaba un carcaj de piel de zorro con escasas diez flechas de punta de pedernal. El indio respiraba el aire de sus mayores, aquellos que vivieran en ese suelo cisandino ambiguamente hollado por ajenos y respetado por propios, al extremo de no traspasar el Ts’ipit K´áak -el Anillo de Fuego- que delimitaba el Área Restringida. Eran esos paisajes los que asombraran los ojos de sus padres, y de los padres de sus padres, y de los padres de éstos, hasta un extremo que ni él mismo podía cercanamente reconocer. El sendero lo acercaba a la Montaña Sagrada que cada tanto rugía de impaciencia y tosía nubes de polvo y vapor. El indio santiguaba cada paso trazando una liturgia inmemorable recogida en noches de fogón de los labios de la anciana de la tribu. Inesperadamente, el camino se hundió en un barranco impiadoso. El indio observó con atención el brusco vacío que se abría bajo sus pies. Cuidadosamente giró sobre sí, justo en el instante en que el puma se abalanzaba sobre su figura tambaleante. Una oleada de sangre cubrió el rostro moreno que se tiñó de miedo y estupor. Estrujados en un abrazo mortífero, hombre y animal hendieron el espacio hacia la negra roca que los esperaba más abajo. El volcán eructó una vez más y un río de lava ardiente cubrió el suelo.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.