El escenario, la ciudad de Buenos Aires. Más precisamente, el obelisco, ese adefesio arquitectónico que oculta en su interior quién sabe qué atávicos secretos. La fecha, 31 de diciembre de 1999, día clave como pocos, en el que todo parecía recomenzar aún antes de haber concluido. El personaje, Juan, un ignoto contador que sólo había salido del suburbio donde naciera para asistir a la universidad, ir al cardiólogo o visitar a su novia, y que ahora paseaba su robusta contextura por los cien barrios porteños, o al menos, por algunos de ellos. ¿Qué circunstancia ubicaba a Juan en ese contexto espacio temporal tan peculiar? Difícil decirlo. Tal vez una casualidad circunstancial. Quizás una ignota causalidad. Lo cierto es que faltando escasos minutos para la hora veinticuatro, Juan caminaba por la plaza que rodea la monumental pilastra, al igual que los cientos de auto convocados que aguardaban el intimidante cambio de milenio. Ya era el primer día del nuevo año en otras latitudes amanecidas antes que la Argentina, más al oriente, más cercanas a la aurora, y nada había sucedido. Ninguna catástrofe enlutaba las horas de los habitantes; todo se desenvolvía con normalidad. A las doce en punto comenzaron a sonar las sirenas de los barcos y a repicar las campanas de las iglesias vecinas, y los fuegos de artificio inflamaron la noche de color. A las doce en punto, el marcapasos de Juan dejó de funcionar…
Este relato forma parte de la serie “Cuentos incontables”.