El destierro

SambucaLa antigua sambuca desgranaba las lánguidas notas del sirtaki al influjo de las ligeras manos de la ejecutante, quien acariciaba las cuerdas como aprendiera a hacerlo de manos de su padre cuando, niña aún, caminaba por las calles de una Damasco no convulsionada por los horrores de la guerra. En su largo periplo hacia el destierro, tomó consigo los recuerdos de la infancia que se enredaban en los filamentos del arpa angular, dijo adiós a los cedros del vecino Líbano, navegó hacia Chipre en una débil barca de madera, y bordeando la costa de Turquía en un viaje que sentía interminable, recaló en la pequeña isla de Karpatos en medio del Egeo. Allí encontró un nuevo hogar, nuevas costumbres y una nueva vida. Aprendió un nuevo y exótico lenguaje, distinto en tonos y escritura a su propio idioma poblado de ornatos y cenefas. Al comienzo era una extraña para sus vecinos, “la siria”, como despectivamente la llamaban. Pero con el tiempo la aceptaron, así como ella aceptó su nueva condición. Se convirtió en la concertista del pueblo, animando fiestas y banquetes con los sones de su instrumento y los cantos entonados con leve acento oriental. Nunca había regresado al continente. Nunca volvió a ver las montañas de Siria ni los cedros del Líbano. Después de tantos años, ya era una griega más, un típico producto de las islas del Egeo. Y ahora, en las postrimerías de la vida, continuaba pulsando las cuerdas del viejo instrumento para arrancarle sones profundamente griegos. Al concluir la música, sobre la pista quedaron los trozos de los platos arrojados por el público en homenaje a los bailarines. Junto a ellos se desvanecían las esperanzas de la vieja sambucistria de un próximo retorno a su Damasco natal. Esa noche la enterraron junto a su sambuca. Una roca rodó montaña abajo en las laderas del Hermón y un rayo desgajó de cuajo el cedro más antiguo del Líbano. En la pequeña Kárpatos, esa noche no brilló la luna.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.

La insistencia del eco

Eco Ricardo… cardo… cardo. Celeste… este… este. Señora… ora… ora. El eco resuena una y otra vez. Parece no estar y sin embargo está, oculto en las paredes, pronto a ser llamado. Existe desde el inicio de los tiempos y subsiste aunque los tiempos cambien. Habla mil idiomas, toca todo instrumento, imita el canto de un millón de pájaros. ¿Cuál es su secreto? ¿Cuál el porqué de su insistencia? Nadie lo sabe con certeza. Quizás alguna vez el futuro rescate su pasado y encuentre su presente. Tal vez. O tal vez no. ¿Quién podría afirmarlo?

Este texto forma parte de la serie “Reflexiones sin flexiones”.