Mis cuatro estaciones – Invierno

 

InviernoFrío. La lluvia impiadosa que calaba la ropa hasta los huesos, atemperada apenas por la capa impermeable que dejaba al aire las rodillas. Una bruma envolvente rodeada de misterio, el sobretodo heredado de quien sabe que pariente, la estufa a kerosene con olor a kerosene, el patio cerrado por un toldo de loneta​, el plato de polenta con queso derretido, las sombras tempranas de la noche en plena tarde, el guardapolvo blanco, el beso de mi madre al despertarme, mi cuerpo amarrado a las frazadas negándose a abandonar el lecho, las pastas amasadas los domingos, la leche con un poco de café y los panes untados con manteca, la pizza de los viernes, el invierno…

Este texto forma parte de la serie “Reflexiones sin flexiones”.

Y si quieren escuchar Confesiones de invierno, por Sui Generis, hagan click en el siguiente video:

La pasta

-¡Acompáñeme!- le ordenó el policía con voz imperativa, mientras le indicaba con la mano hacia dónde ir. Rafael lo miró asombrado. No entendía el por qué de la orden ni el tono brusco y desagradable con que le hablaba. -¿Qué sucede?- atinó a preguntar. –¡Le dije que me acompañara!- insistió autoritariamente el vigilante. –Sí, pero acabo de preguntarle qué es lo que pasa- volvió a decirle mientras contenía el enojo. –Aquí el que hace las preguntas soy yo -dijo nuevamente el uniformado- y vos tenés que hacer lo que te digo- gritó, volcándose a un tuteo repentino. Rafael decidió no confrontar y fue caminando codo a codo con el irascible representante de la autoridad. Llegaron a la comisaría, entraron, y el policía, con un brusco empellón, lo introdujo en una sala en penumbras. Al instante, otro uniformado cruzó la puerta y entre ambos lo encararon. -¿Qué hacías en el bar esta mañana?- le preguntó el que parecía de mayor rango. –Nada- respondió él. –Tomaba una café. –Pero vos te pensás que somos idiotas- lo increpó el mismo que había hablado antes. –Sí, efectivamente pienso que son idiotas, pero no sé qué tiene que ver eso con lo que yo hacía en el café- respondió. Un fuerte puñetazo cruzó el aire y la pomposa piedra del anillo aterrizó sobre su cara abriéndole un hilo de sangre en la mejilla derecha. -¿Creés que no sabemos que estabas vendiendo pasta?- insistió el policía mientras se fregaba el puño. –El Comisario General Martínez te marcó como traficante y nos ordenó que te chupáramos, así que si no colaborás, te juro que sos boleta. –Mirá- respondió Rafael adhiriéndose al tuteo. –No conozco a ningún comisario Martínez y la única pasta que vendo son los ravioles del domingo. Me parece que se equivocaron de candidato, así que mejor terminemos con esto y cada uno a sus cosas-. Los policías se miraron confundidos. ¿Tendrían mal el dato? –Vos sos Rafael Banderas y vendés droga- insistió el oficial. –Yo soy Rafael Bandera, sin “s”, y lo que vendo son fideos- respondió Rafael. Nuevamente los uniformados intercambiaron una mirada desconcertada. –Está bien, borrate de aquí, pero que no te pesquemos en un renuncio- lo amenazó una vez más el que lo había detenido. Rafael se levantó de la silla y con movimientos calculados salió lentamente de la habitación. Cruzó el patio de la comisaría, saludó al guardia de la puerta y caminó cinco cuadras hasta llegar a su negocio de venta de fideos. Diez minutos más tarde sonó el teléfono. Atendió, para escuchar una voz que le decía: “¿Tenés ya el pedido de coc…, digo de pasta? Habla Martínez”.

Este relato forma parte de la serie “Cuentos incontables”.

Ingratitud

Eran las once de la noche. Salió del comedor comunitario donde ayudaba a los indigentes que se alineaban cada día tras un plato de sopa y una porción de pasta y comenzó a caminar hacia su casa. Su carácter sencillo y humano le había granjeado el afecto de casi todos los comensales cotidianos que apreciaban el trato amable que él les dispensaba. Al doblar la esquina, dos sombras se recortaron de la sombra y lo enfrentaron revólveres en mano. -¡Danos la guita!- le gritaron casi al unísono. Él se quedó inmóvil por un instante y luego, lentamente, metió la mano en el bolsillo y sacó los pocos billetes arrugados que llevaba. Al dárselos con mano temblorosa, uno de ellos lo miró a los ojos y le dijo con voz entrecortada: -Pero, vos sos el que nos atiende en el comedor de la iglesia-. Él asintió con un gesto imperceptible. El ladrón le dijo a su compinche: -No podemos hacer esto. Yo conozco a este hombre y él a mí-. El compañero le devolvió la mirada y le dijo:- Tenés razón-. Y apuntando al centro de la frente, disparó. Ahora ya no podría delatarlos.

Este relato forma parte de la serie “Cuentos incontables”.