La sospecha

aspirando drogaVolvió a casa después de un largo y fatigoso viaje por el exterior del país. Sin embargo, el deseo de ver a la novia pudo más que el cansancio. Dejó las valijas en el dormitorio, tomó una breve ducha y fue a buscarla para llevarla a cenar. Al tercer toque de timbre, ella abrió la puerta. “Hola”, dijo él alegremente. “Acabo de volver. ¿Estás dispuesta para una noche romántica?”. “Hola”, respondió ella lacónicamente. “Pasá, por favor. ¿No tenés esta noche la reunión de los miércoles”. “Sí, pero no voy a ir”, dijo él, un tanto sorprendido por la falta de entusiasmo de su novia. “Preferí venir a verte”. Tras un instante de silencio, ella le respondió: “Es que esta noche no puedo. Tengo trabajo en la villa”. “¿De noche?”, inquirió él, desconfiado. “¿Desde cuándo?”. “Desde hace seis meses”, respondió ella con timidez. Él hizo un esfuerzo por controlarse. Se revolvió en el sillón y le dijo: “¿Podés explicarme un poco más lo que hacés en la villa?”. Ella hizo un gesto mezcla de fastidio y resignación y comenzó a contarle, al principio remisamente y cobrando mayor soltura a medida que avanzaba en el relato. Le habló del barrio, del trabajo en el comedor de la villa, de las familias carecientes, y finalmente le nombró a Juan. “¿Quién es Juan?”, preguntó él con desconfianza. Ella le explicó que era un hombre de veintiocho años que la ayudaba en el comedor. Él se enfureció. Le dijo que nunca le había hablado de él y que no le gustaba lo que ella hacía. Ella se largó a llorar. Él vio un plato sobre la mesa, y sobre el plato, un polvo blanco. “¿Qué es esto?”, preguntó. Ella le dijo: “Es el olor a Juan”. Él acercó el plato a la nariz, aspiró frenéticamente… y ya no supo más. Al despertar, sólo estaban él y el plato.

Este relato forma parte de la serie “Cuentos incontables”.

Ingratitud

Eran las once de la noche. Salió del comedor comunitario donde ayudaba a los indigentes que se alineaban cada día tras un plato de sopa y una porción de pasta y comenzó a caminar hacia su casa. Su carácter sencillo y humano le había granjeado el afecto de casi todos los comensales cotidianos que apreciaban el trato amable que él les dispensaba. Al doblar la esquina, dos sombras se recortaron de la sombra y lo enfrentaron revólveres en mano. -¡Danos la guita!- le gritaron casi al unísono. Él se quedó inmóvil por un instante y luego, lentamente, metió la mano en el bolsillo y sacó los pocos billetes arrugados que llevaba. Al dárselos con mano temblorosa, uno de ellos lo miró a los ojos y le dijo con voz entrecortada: -Pero, vos sos el que nos atiende en el comedor de la iglesia-. Él asintió con un gesto imperceptible. El ladrón le dijo a su compinche: -No podemos hacer esto. Yo conozco a este hombre y él a mí-. El compañero le devolvió la mirada y le dijo:- Tenés razón-. Y apuntando al centro de la frente, disparó. Ahora ya no podría delatarlos.

Este relato forma parte de la serie “Cuentos incontables”.