Preguntas inútiles

Nunca olvidaré a ese maestro del humor sano y apto para todos que se llamó José “Pepe” Biondi. Uno de los sketchs más memorables fue el llamado de “las preguntas inútiles”. En él me inspiré para escribir el presente relato.

El otro día llegué a casa empapado bajo una lluvia torrencial. Apenas abrí la puerta, mi esposa me preguntó: “¿Llegaste?” La miré casi con odio. Allí estaba yo, en medio de un charco de agua que mojaba el piso flotante del living, nunca más flotante que en ese momento. Mi mujer volvió a la carga: “¿Llueve?”, me preguntó. No dije una sola palabra. Dejé el paraguas abierto en el pequeño patio techado y me sumergí en el baño. Luego de una reconfortante ducha caliente, me sentí mejor. Salí al living justo en el momento en que mi esposa estaba abriendo la bolsa con frutas que yo había ido a comprar antes de que se largara la tormenta y que trajera laboriosamente resguardada bajo el paraguas. Abrió la bolsa, sacó una ciruela y volviéndose hacia mí, me dijo: “¿Compraste fruta?”. Estuve a punto de responderle que no, que me la habían regalado, pero recordé que mi abogado me había dicho que responder con ironía podía ser causal de divorcio. “Sí, mi amor”, le respondí. Ella dijo: “¿Habías llevado plata?”. Murmuré un ininteligible “Mhhhsssssssi” y me senté en el sillón a ver televisión. Nada parecía detenerla. Siguió preguntando: “¿Estaba abierta la frutería a esta hora?”. Le dije: “¡No! ¡La compré en una farmacia de turno!”. En realidad no se lo dije, pero lo pensé. En cambio, le respondí: “Sí, estaba abierta”. “Ah, bueno”, respondió ella y se sentó en una silla a continuar tejiendo un sweater para el hijo de una amiga. En eso, apareció Enrique Iglesias en el televisor. “¿Ese no es Enrique Iglesias?”, escuché que me preguntaba. Me hice el dormido. No soportaba más tantas preguntas pel… igrosas. Pero mi señora es muy perspicaz. “¿Te quedaste dormido o te estás haciendo el dormido?”. Abrí un ojo y contando hasta setecientos cincuenta en sólo cinco segundos, le dije: “No, estaba meditando un rato antes de comer”. Ella me miró a su vez y me preguntó: “¿Tenés hambre?”. Hice un esfuerzo terrible pero no logré que el techo cayera sobre su cabeza. “Algo”, le respondí como al descuido. “Puse carne en el horno, pero tardará como media hora. ¿Podés esperar media hora?”. Asentí moviendo la cabeza mientras me mordía la lengua hasta hacerla sangrar. Interiormente me repetía: “No me queda más remedio. No me queda más remedio”. Fijé la vista en el televisor, aunque en realidad no veía lo que pasaba dentro de la caja boba. ¿Cómo podía evitar las preguntas inútiles? De pronto, la inspiración me iluminó como un rayo prodigioso. Poniendo voz de indiferencia, le pregunté: “A vos, ¿quién te parece mejor, Xavi o Iniesta?”. Me miró espantada. ¡¿Queeeeeé?!, exclamó. Sonriendo pícaramente, repetí la pregunta: “Te pregunté si Xavi te parece mejor que Iniesta o Iniesta mejor que Xavi”. Evidentemente la había desconcertado. No sabía si le estaba hablando de jugadores de fútbol – como efectivamente le estaba hablando -, de marcas de sopa o de ventiladores para cocina. “Nnnno sé”, me dijo casi con vergüenza. Paladeé mi venganza. Había encontrado el modo de hacerla quedar en silencio y sin preguntarme nada más. Levantándome, tomé de la biblioteca una hoja de papel y una birome y me puse a escribir posibles preguntas que mi señora jamás podría responder. Así, fueron apareciendo en orden las siguientes: “¿Vas a salir?” (para decirle en el momento en que, vestida con ropa de calle y cartera en mano, esté abriendo la puerta de calle); “¿Cuánto tiene de memoria RAM nuestra PC?”; “¿Sabés qué ruta tomar para llegar más rápido a Trenque Lauquen?”; y muchas otras por el estilo. Pero todo fue inútil, porque en ese preciso momento, ella me preguntó: “¿Estás escribiendo preguntas para hacerme?”. Entonces me di cuenta de que ya nunca más podría engañarla. Y a ustedes, ¿qué les parece?

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».