Desilusión

Esa era la estrella. La que veía encenderse cada noche cuando se asomaba a la ventana que daba hacia el oeste. La que brillaba con luz propia encandilando al cielo y a las demás estrellas. A la que le pedía que hiciera ciertos sus deseos. Todas las noches entrecerraba los ojos para atraparla entre las pupilas. Todas las noches la miraba hasta que el sueño ocupaba su lugar. Una noche, sin embargo, miró hacia el poniente y no la vio. Preocupada, quiso correr las nubes pero fue en vano. En ese instante golpearon a la puerta y una luz se coló por la rendija. Con la esperanza de que se hubiera producido algún milagro, la abrió por completo de un tirón… Era el encargado del edificio que, lámpara en mano, le informaba del corte de energía que afectaba la ciudad.

Este relato forma parte de la serie “Relatos mínimos”.

Relato de familia

GorilaAbrió los ojos. Con el sueño todavía cubriendo sus pupilas, miró alrededor. Vio que aún estaba en brazos de su madre, en la misma posición en que se había dormido la noche previa. Bostezó con alegría y se desperezó estirando cada centímetro de su cuerpo. La madre lo observó amorosamente mientras le prodigaba una caricia. Sintió el calor de esa mano ruda y primitiva sobre la piel y, sin poder evitarlo, se estremeció. ¿Cuántos siglos de historia debieron pasar para que se configurara ese acto de ternura? ¿Cuántos como él habían amanecido en el regazo materno a lo largo de los años? ¿Cuántos antes que él habían sentido el suave deslizar de la palma protectora recorriéndolo con estudiada lentitud? No en vano la cultura de la especie se había conformado a partir del compartir de cada acto personal, de cada movimiento transmitido de individuo a individuo, de la repetición casi involuntaria de ese gesto mezcla de amor y protección. De pronto, la sensación cambió. Vio venir hacia él un gran gorila de expresión inescrutable. Se separó de un salto de su madre y se puso de pie en actitud alerta. Cuando el gorila se acercó lo suficiente, se arrojó al cuello de la bestia. El gorila abrió los brazos y lo estrujó contra su cuerpo. Él también disfrutaba de su hijo casi adolescente.

Este relato forma parte del libro “Ciento un relatos que siento uno” publicado en Diciembre de 2010.

Ignorancia

AlguacilEl pequeño alguacil me miraba fijamente, agitando con frenesí las alas para permanecer inmóvil en el aire frente a mí. Me miraba con curiosidad, como quien nunca ha visto un ser humano, hundiendo sus grandes ojos facetados en mis pupilas, mientras pirueteaba graciosamente con el fino y alargado abdomen. Era una suerte de combate visual entre dos seres totalmente distintos que se observaban con mutua desconfianza. De pronto se me vino encima, para enseguida caer estrepitosamente al suelo, agonizante. Abrí la ventana y recogí el cuerpo inanimado. El bello insecto nunca llegó a comprender el misterio de un vidrio transparente.

Este relato forma parte de la serie “Cuentos de cien palabras”.

Desazón

OjosMe desperté intranquilo en el cuarto de un albergue al que había llegado casi sin proponérmelo. Era el único ocupante de un lecho destemplado, con ropas desprolijas y sudores impresos en las sábanas. Giré sobre la almohada y miré hacia lo alto. Dos ojos suspendidos en las sombras me observaban con fijeza. Dos ojos de rata acorralada, de serpiente dañina, que se inmutaban en el vacío oscuro sin cegarse siquiera en el apenas de un pestañeo. Me incomodaba esa mirada maligna detenida fijamente en mi mirada, como queriendo sonsacarme la inmanencia, hundirse en mis pupilas y viajar hasta el cerebro cruzando el nervio óptico. No sabía quién era el que clavaba sus redondos cristalinos en los míos. No imaginaba por qué lo estaba haciendo. No adivinaba cuáles eran los malignos designios que los llevaban a explorarme con la inmutable rigidez de fríos estiletes que cortaban las capas sensibles de conos y bastones para yacer sin compasión en el ahogo del líquido acuoso. Pensé: ¿Por qué a mí? ¿A quién habré mirado con desprecio para tener que soportar ahora la muda y enigmática respuesta de esos orificios anclados a los míos? No aguanté más la angustiosa incertidumbre e instintivamente pulsé el botón del velador. Sorprendido, vi mi propio rostro traslucirse en el espejado baldaquín del lecho.

Este relato forma parte de la serie “Relatos re latos”.