Acomodada en la culpa

“No hagas nada, dejalo así. Ya lo recuperaremos”, decía mi esposa en un tono entre contemplativo y misericorde. “No puedo”, respondía yo con fiereza. “Esto no tiene perdón”. La realidad, difusa, parecía indicar una intención de daño imposible de olvidar. El dinero no estaba donde se suponía. El cuarto revuelto no dejaba lugar a dudas; los quinientos dólares habían desaparecido misteriosamente, se habían volatilizado. “Hoy la agarro por el cuello a la mujer de la limpieza y la hago confesar”, me envalentoné. Mi esposa me miró por primera vez de frente y me dijo: “No fue ella; fui yo”. Mi boca se abrió una vez más, pero esta vez no para gritar sino en una expresión de asombro. Ella prosiguió con la voz cargada de culpa: “No tenía dinero y lo necesitaba. Por eso lo tomé, pero no podía decírtelo”. Y mientras me  entregaba una pequeña caja cuidadosamente envuelta, una lágrima se deslizó lentamente por su mejilla, al tiempo que susurraba: “Tomá tu regalo de cumpleaños”.

Este relato forma parte de la serie “Relatos re latos”.