La oscuridad

La oscuridad, ese fantasma ciego que inopinadamente nos circunda, a veces despierta nuestros miedos y otras, en cambio, guarda los sueños y deseos en un cofre de misterio y soledad. Por momentos oprime con la fuerza de un vacío que sólo puede percibirse a flor de piel, mientras que en otros nos protege cobijándonos con su manto de los supuestos males que el día acarrea. Y en esa dualidad de un ying y yang nunca provocado ni admitido por nuestra voluntad, sentimos el frío de la angustia o la dicha provocada por la intimidad en que nos sumimos cuando queremos perdernos y volvernos a encontrar. Así, la oscuridad puede ser una dulce compañera de aventuras o un suplicio que sólo nos abandona cuando, casi sin notarlo, asoma la mañana.

De la serie «Reflexiones sin flexiones».

La música (cuento de cien palabras)

Cada noche, al irse a dormir, solía escuchar música de cámara. Bach, Mozart, Tchaicovsky, Vivaldi, acunaban sus ensueños. A medida que entraba en letargo, sus sueños se mezclaban con las notas, y cada melodía se fundía en aquellos. Los pájaros cantaban gorgoteando sólo en «mi». El susurro del viento entre las hojas musitaba un melancólico «la». El murmullo del agua en la cascada traía los sonidos inefables del «fa». La lluvia que repiqueteaba sobre el suelo pronunciaba el inconfundible «do»… Por la mañana, cuando despertaba, todas las cosas de su día seguían teniendo la misma melodía que en los sueños…

Este relato forma parte de la serie “Cuentos de cien palabras”

La noche de los monstruos

No podía sustraerse del espanto que le producía cerrar los ojos y sumergirse en el oscuro abismo de sus pensamientos, aquellos que parecían sueños no queridos o más bien insoportables pesadillas. Apenas las pupilas se contraían, aparecían los monstruos. Apenas los párpados se amigaban en un roce cariñoso, los fantasmas de la noche comenzaban a rondar en su cerebro enfebrecido, a flotar en el olor de la habitación en penumbras, a descolgarse por las paredes húmedas del llanto incontrolable de la tarde. Deformes, grotescos, los monstruos se apiñaban al borde de su cama, donde el descanso parecía haber dejado paso a las tríadas y centurias de gnomos verdes escondidos bajo del paraguas de bellos hongos venenosos de caperuza roja salpicada de motas color destino. O de fantasmas transparentes envueltos en túnicas aún más transparentes, que se recortaban en el aire centelleando como brillantes luciérnagas de ultratumba. O de esqueletos raquíticos alimentados a consuelo y recorridos por bien nutridos gusanos que se retorcían por húmeros y radios y se escondían en las articulaciones inflamadas por la artrosis. O de muñecos cabezones de porcelana rosada y fría como el invierno en la Siberia, con una sonrisa idiota en los labios carmesí, y la nada, sí, la nada intensa iluminándoles los ojos. O de siniestros payasos espantosamente pintados, que no lograban disimular la perfidia oculta bajo la máscara de supuesta alegría que les cubría el rostro. Los monstruos aparecían a veces lentamente y otras veces huyendo frenéticamente de sus oscuros reinos, donde la noche colgaba en racimos de plantas secas de tristeza. Aparecían así, de a uno o en patota, pero siempre prepotentes, siempre irrumpiendo en los pensamientos de Gerardo sin pedir permiso o sin hacer siquiera el amago de pedirlo. Aparecían así, siempre silenciosos, siempre en silencio, sin que un solo ruido a cadenas o un grito o un aullido o un llanto se escapara de sus gargantas atrofiadas. ¡Y no pedían permiso los cretinos! Se colaban por las pestañas entreabiertas, y sin decir nada, se acomodaban en el vacío del cerebro de Gerardo, organizando sus himeneos silenciosos. Noche tras noche Gerardo sufría el suplicio de los monstruos taladrándole los sueños. Noche tras noche se revolvía en el lecho acosado por los espíritus malditos que no le permitían estar en paz. Noche tras noche Gerardo buscaba un remedio a tanto sufrimiento, pero la esperada sanación le era permanentemente esquiva. Y fue así hasta aquel bendito día en que conoció a Florencia. Florencia, ah, Florencia, deliciosa joven – por joven y por deliciosa -, de maduros veinte años, toda alegría, toda tintinear de campanillas despertando sensaciones en el cerebro entumecido de Gerardo, toda belleza resumida en un cuerpo perfecto, en una mirada aún más perfecta, y en una sonrisa más perfecta todavía. Florencia se introdujo en la vida de Gerardo así, de golpe, como a veces los monstruos se colaban en sus noches. A partir del momento en que conoció a Florencia, la imagen de la joven comenzó a ocupar el lugar reservado a los fantasmas en la mente afiebrada de Gerardo. De día, de noche, en vigilia o dormido, Gerardo sólo podía pensar en la esbelta figura que lo había cautivado. Un día le habló, y fue como si Dios le estuviese hablando a Moisés en el Sinaí. Otro día salieron a pasear y tuvieron un primer entrecruzar de manos y una primera caricia y también un primer beso. Otro día – o más bien otra noche -, cuando ya la audacia le ganaba la partida a su recato, la invitó a cenar a su casa para seguir con los juegos amorosos que habían comenzado por la tarde. Comieron en silencio mirándose a los ojos, y después de la cena Gerardo la llevó al lecho con el temor de un no iniciado en los secretos de la relación hombre varón con la mujer mujer. Con la luz apagada, los cuerpos desnudos se abrazaron, y cuando la lujuria comenzó a espesarse en el aire de la habitación, Gerardo cerró los ojos. Ese fue el momento preciso en que nuevamente vio a los monstruos. Y él, Gerardo, se había convertido en uno de ellos.

Este relato forma parte del libro “Ciento un relatos que siento uno” publicado en Diciembre de 2010.

Amanecer

amanecer-2Un rayo de sol se filtra por la ventana abierta y una brisa celosa se cuela entre los pliegues de una cortina muda. El dintel carga sobre sí la pesadez del muro y de los sueños que huyen por el vano. Los postigos baten el silencio de la calle. Los alzapaños sostienen los sentidos para que no oscurezcan la mirada. Y las sombras, con miedo, se refugian en las rajas del piso de madera. Así comienza un nuevo día. Así comienza una nueva vida.

¡Feliz Año Nuevo para todos!

Este texto forma parte de la serie “Reflexiones sin flexiones”.