El llamado

Sentados a la mesa de un bar, mi amigo Gerardo y yo compartíamos un café. A Gerardo se lo veía muy conmocionado. Yo procuraba calmarlo y le pedí que me contara lo que le había sucedido para estar así. Comenzó a contarme: -Todo resultó muy extraño. Eran las dos de la mañana y yo estaba durmiendo, cuando de pronto sonó el teléfono en mi habitación. Dormido como estaba, atendí. Era mi papá. Me pedía que por favor fuera hasta la casa de su hija Lucila –mi hermana- porque tenía un mal presentimiento. Y cortó. Refunfuñando, me vestí, agarré el coche y viajé los veinte kilómetros que hay entre las dos casas en medio de la lluvia torrencial. Yo tenía las llaves de la casa de Lucila, así que cuando llegué, abrí sigilosamente, y la encontré tirada en medio del living. Había tenido un ataque cerebral y estaba agonizando. Llamé de urgencia al SAME y pudimos salvarla. Ahora se está recuperando satisfactoriamente. Suspiró y tomó un trago del café. –Sí, es realmente extraño el presentimiento que tuvo tu papá –le dije. –No, no es eso –me respondió. –Lo realmente extraño es que mi papá falleció hace cinco años…

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.

La tecnología

TecnologíaHoy en día estamos tan invadidos por la tecnología que no podemos vivir sin ella. Y no estoy hablando de la electricidad, el gas, el agua potable o el teléfono fijo. No, esas son cosas del pasado. Al menos en las grandes ciudades. Porque lo que es en el interior del país… ¡Allí ni siquiera son cosas del futuro! De todos modos, a todo eso debemos agregarle la computación, internet, las redes sociales, los teléfonos inteligentes, los Smart TV y todos los otros accesorios que inventaron para mejorar nuestra forma de vivir. ¿Mejorar? En fin, dejémoslo ahí. Por ejemplo, antes, cuando veías a alguien hablando solo por la calle, pensabas que estaba loco. Ahora, en cambio, está usando un teléfono celular. Que es otra manera de estar loco, por supuesto, pero diferente. Los controles remotos son otro caso. Tienen tantos botones que nunca sabés cuál tocar. Uno dice “Source”, otro “HDMI”, otros “Pre-Ch”, “Mute”, “Search”, “Status”, “History”, “Return” y “CC”. ¿Cómo querés que entienda tantas opciones, que para colmo están en inglés? Además, cuando oprimís algún botón, te aparece un cartel que dice “elija la opción adecuada”. ¿Y qué sé yo cuál es la opción adecuada? ¿Y adecuada para qué? Tengo un Smart TV que no sé si es un plasma, LED, HD, Full HD o Ultra HD. Antes era más simple: tenías un televisor y listo. Pero ahora… El otro día me regalaron un GPS. Me dijeron que sirve para llegar a destino sin perderse. Hay una gallega que te indica dónde doblar. El problema es que te lo avisa cuando ya te pasaste de la calle. Entonces empieza a decir “recalculando”. Ya me tiene pod… cansado con esa cantinela. ¿Por qué no avisa a tiempo? Se ve que viene con la hora de España y por eso llega tarde. Tengo un reproductor marca Sony que sólo reconoce los DVD de esa marca, porque cuando ponés algún otro, en la pantalla aparece “disco desconocido”. ¿Será porque no está en japonés? Mi auto tiene un sensor de marcha atrás que te avisa con un pitido cuando te estás acercando a un obstáculo. Ya me acostumbré tanto a él que el otro día agarré el auto de mi hijo –que no tiene sensor- y me llevé por delante… quiero decir, por detrás, una tacho de basura, una pared y un perro. Claro, yo estaba esperando el pitido, pero lo único que escuché fue el ladrido. ¡Pobrecito! Fue un solo ladrido, y después… silencio. Internet es un fenómeno. Antes, cuando mandabas una carta, tenías que escribirla, meterla en un sobre, ponerle una estampilla, llevarla al correo o a un buzón y luego esperar meses para tener una respuesta. Ahora, no terminaste de escribir el mail que ya del otro lado te están contestando. O no contestan y te dicen que nunca lo recibieron. ¡Hay de todo en la Internet del Señor! El problema con Internet es que cada sitio te pide una contraseña. Yo tengo en este momento 249 contraseñas distintas, así que para embocar la correcta estoy un montón de tiempo. Me parece que mejor escribo una carta. ¡Hasta el próximo mail!

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo»

Hola, ¿papi?

Llamado telefónico 1Este cuento está basado en un hecho de la vida real.

Carlos sentía tanto cariño por el suegro que lo llamaba “papi”. El día en que su esposa iba a dar a luz a su primera hija, el suegro le recomendó enfáticamente: “Carlos, llamame apenas nazca la niña, no importa la hora que sea”. Ya en el sanatorio, el trabajo de parto se demoró y la pequeña nació recién a las dos de la mañana. Carlos, emocionado, llamó al suegro por teléfono, pero se equivocó al marcar el número. Una voz somnolienta le respondió: “Hola”. Carlos dijo: “Hola, ¿papi?”… Se dio cuenta de su error al escuchar: ”Andate a la …”.

Este relato forma parte de la serie “Cuentos de cien palabras”.

La cita

Gorda vestida de blancoTenía una cita con Teresa, y como llegaba tarde, la llamé y le dije: “Teresa, estoy demorado”. Teresa me respondió de manera cortante: “¿Y a quién le interesa de qué color estás vestido? Vení de morado, de celeste, de amarillo o del color que quieras, pero no llegues tarde esta tarde”. Y dicho esto, me cortó. Escuché atónito el tonito del teléfono al colgarse. Parecía una acusación en segunda persona: “Tu, tu, tu…”. Decidí prepararme para el encuentro. Pre-pararme. Es decir, hacer el esfuerzo de ponerme lentamente de pie antes de erguirme completamente, para que no me atacara la lumbalgia. ¿Quién habrá inventado la palabra “lumbalgia”? Si no existiera, la cintura no me dolería. Si no existiera la palabra, digo, no la cintura. Aunque si no existiera la cintura, tampoco me dolería. Tenía una contractura en el tracto anterior. En el anterior, pero también en el actual. Por eso actualmente me duele. Toda una paradoja. Anteriormente no me dolía, pero desde que me hablaron de la lumbalgia, empezó a dolerme. No me dolía mientras dormía escuchando una melodía acostado hacia el Levante. Pero cuando me levanté, sí me dolía. ¡Y cómo! Después di unos pasos y se me pasó. Fue entonces que decidí irme de Teresa, porque sospechaba que me engañaba. Ya sé que se debe decir “irme a lo de Teresa”, y no sólo “irme de Teresa”. Pero es un modo coloquial de decirlo. Y hablando de decirlo, dice un dicho que la dicha consiste en no intuir lo que nos lastima. Lástima, porque en este caso yo intuía que era un fiasco y me daba asco tanta hipocresía. Por eso el hipo crecía en mí conforme me acercaba a la casa de Teresa. Conforme, porque intentaba no mostrar mi disconformidad. Teresa vivía en un piso del primer piso de un edificio edificado al mil de la calle Superí. ¡Qué calle, esa Superí! ¡Parece la letra “i” de Superman! Si Superman tuviera letra “i”, por supuesto. Por supuesto, Teresa vivía en el primer piso, porque nunca había reformado el parqué del departamento, pero también tenía techo y paredes. Y un balcón hacia la calle. Y sí, un balcón hacia el dormitorio es un poco incómodo. O al menos, indiscreto. Teresa me esperaba parada en el balcón de Superí. Superé mi sensación de malestar cuando la vi. Era como una flor de invernadero: cuando le agarraba el calor, se achicharraba. Estaba ceñida con un vestido celeste y un cinturón blanco que tenía una hebilla redonda y dorada en el medio. Desde lejos, parecía una bandera argentina colgando del balcón. Claro que una bandera grandota grandota. Gigante, más bien. No sé si dice “más bien” o “mejor”. Mejor lo dejo así. La saludé agitando una mano, pero me ignoró. Ignoro si fue adrede o que no me vio por su miopía. Porque era tan corta de vista que no veía dos elefantes en una moto. En realidad, si es del caso, yo nunca vi dos elefantes en una moto, y sin embargo, tengo una vista excelente. Como la vista desde el balcón de Superí, que también es excelente. La cuestión es que me cuestioné si irme por si Teresa no quería recibirme. Dudé, y por las dudas, volví al paso sobre mis pasos y la llamé por teléfono para decirle que estaba demorado.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

El llamado

El teléfono sonó un par de veces. Alfredo se levantó de la mesa donde estaba intentando almorzar y atendió con un lacónico “Diga”. Del otro lado de la línea, una voz varonil le interrogó: “Hola, ¿con quién hablo?”. Molesto, respondió: “¿Con quién quiere hablar usted?”. “Ese es el problema”, respondió la voz. “Con Mariela”. Alfredo respondió: “Número equivocado”. Un suspiro de alivio se desprendió del teléfono y una voz agradecida le dijo: “Ah, bueno, muchas gracias”. Alfredo colgó el auricular y volvió a la mesa. En ese instante, en el cuarto contiguo, Mariela se levantó del lecho y comenzó a vestirse.

Este relato forma parte de la serie “Cuentos incontables”.