¿Quién le teme al lobo virgen?

Erase una manada de lobos que vivía en la Meseta de Sanetti, cerca de los Montes Bale y al sur del río Webe Shebele, en esa tierra hostil “de los rostros quemados” donde se inició la vida humana. Las mañanas son frías en el Sanetti, y los primeros rayos de sol no alcanzan a calentar la tundra recorrida por un viento helado y cortante. Un viento que se cuela en las moradas de los lobos de pelaje rojizo, cola mestiza y pecho blanquecino, enfriando la oscuridad del cubil. Diez mil años antes los lobos migraron hacia las tierras altas y se instalaron a metros del desierto, viviendo en manadas lideradas por un macho alfa y su hembra. La costumbre indica que las manadas nunca tienen más de veinte miembros, y cuando un lobo joven llega a la madurez sexual, busca pareja, reclama un territorio propio y establece una nueva familia. Así había sido desde que el río Omo desaguara en el Jimka, antes de la última glaciación, y así seguía siendo hasta el presente. Pero esa mañana de enero, cuando comenzaba la época del apareamiento, sucedió lo inesperado: el cachorro más fuerte de la camada, un ejemplar de porte majestuoso y dientes afilados, se separó de la manada y se perdió entre las peñas de los Bale. Los lobos se miraron, inquietos. ¿Deberían ahora defender sus territorios de las fuertes mandíbulas del mejor depredador de la manada? ¿Tendrían que unir fuerzas los machos para espantarlo cuando ingresara al territorio “tabú” sin ser invitado, durante los catorce días de receptividad sexual de las hembras? Pero el lobo joven no apareció. Trotaba lentamente hacia un nuevo territorio virgen, no demarcado por la orina plena de feromonas de otro macho. Trotaba sin parar hacia los árboles donde el Obispo Rojo acodaba su nido tejido de hojas finas y ramas diminutas. Trotaba hacia la sabana donde un ser de tez oscura se desplazaba sobre las patas traseras, mientras con las delanteras sostenía una extraña rama puntiaguda. El encuentro fue inevitable. Luego de la cruenta lucha, ambos quedaron malheridos. Lobo y hombre –que de eso se trataba- se miraron desde sus debilidades, y en un acuerdo silencioso, comenzaron a cuidarse. Diez mil años más tarde, el chozno del lobo solitario y el nieto infinito del hombre de tez oscura que camina en dos patas, viven en un mismo cubil y se cuidan mutuamente.

Este relato forma parte de la serie “Cuentos de la fronda”.