Si cascamos un huevo, ese producto casi mágico de la gallina que es al mismo tiempo su proyecto vital, hallaremos algunos elementos dignos de mención. Inmediatamente bajo la corteza –blanca o morena, según la raza del ave ponedora- subyace una membrana gelatinosa, una suave placenta elástica que impide que el interior se derrame fuera de la cáscara al trozarla. Es “la clara”, una amalgama de proteínas, vitaminas y minerales que constituyen el entorno en el que, contenida por otro conjunto proteico llamado chalaza, se inserta “la yema”, núcleo de la vida del futuro animal. Conviven entonces dentro del recinto oblongo el óvulo donde se desarrolla el embrión y los nutrientes que lo alimentan cuando aquel es fecundado. Continente y contenido unidos por un destino generoso de perpetuación de la especie. Y cuando este propósito no se alcanza, el huevo muta y se convierte en un nutriente sustancial para otros seres, que hacen de él su alimento. Pero más allá de sus cualidades nutricionales, hay varias imágenes entre teóricas y oníricas que lo convierten en un símbolo casi mágico del pensamiento y de la vida nueva. Desde la primera perspectiva, el huevo simboliza la capacidad de pensar, de elaborar creativamente, de generar imágenes abstractas pasibles de ser llevadas a cabo en la realidad de cada día. La “yema” y “la clara” del pensamiento contenidas por la “cáscara” del cerebro. En el segundo caso el huevo representa la vida misma que se renueva de continuo. Por eso en la Pascua se acostumbra repartir huevos duros o sus remedos de chocolate. Vida física, vida espiritual, vida real al fin.
Este texto forma parte de la serie “Reflexiones sin flexiones”.