Mis vecinos

DesordenMis vecinos del departamento contiguo –contiguo dije, no antiguo-… aunque también podría ser antiguo, como el mío, que tiene como mil años. Bueno, mil años no, pero es reviejo. De todos modos, no estaba hablando del departamento sino de mis vecinos, que son una familia tipo. Tipo despelote, quiero decir. El marido es divorciado en segundas nupcias, a la mujer la abandonó el primer esposo, y ella se juntó con el actual y entre ambos tienen siete hijos: tres de cada uno de los matrimonios anteriores y uno que ellos se encargaron de encargar. Encargaron, dije. En realidad les vino sin aviso previo cuando ya estaban decididos a comprar un coche. En lugar del coche debieron optar por un cochecito. Y una cuna. Y pañales, ajuar de bebé y no sé cuántas cosas más. La cuestión es que viven los nueve en un departamento de cuatro ambientes. Cuatro ambientes: caluroso, templado, fresco y frío. ¡Porque ni cortinas tienen! Pero no hablaba de esos ambientes, sino de los otros. Los cuatro ambientes que decía son una cocina, un baño, un balcón y un dormitorio/comedor/sala de estar/cuarto de juegos/living/etcétera donde tienen varios sillones cama que le dan al departamento un aspecto de mueblería de segunda. El departamento es vivienda única… únicamente de noche, quiero decir. Porque de día se rajan todos para tener un poco de espacio. Como en Japón, ¿vieron?, que mandan a los japoneses a pasear al exterior, porque si no, se caen de la isla. Cómo será de chico el departamento que tienen que comer en turnos de a uno porque no hay lugar para poner más sillas. Dije “más sillas”, no “masilla”. Aunque tampoco queda sitio para masilla, ya que las paredes están todas remendadas. Y sí, se la pasan tropezando, así que el living está decorado a golpes. El baño es otro lugar que está ocupado las veinticuatro horas del día. Y también durante la noche. Es que cuando no está uno, lo ocupa otro. Por eso, cuando salen de vacaciones, el inodoro hace una fiesta. En el balcón guardan la ropa. El problema es cuando llueve, porque se les moja hasta la ropa interior. Aunque debería ser la ropa exterior, ¿no? Porque si la guardan afuera, es exterior. Exterior, interior, no importa: igual se les moja. El esposo, mi vecino, trabaja todo el día. Yo no sé si lo hace porque no le alcanza la plata o como una forma de evasión. La esposa, en cambio, no hace nada. No cocina, no lava, no plancha y se la pasa tirada en la cama durmiendo o mirando televisión. No me creen, ¿verdad? Hacen bien. Porque en realidad, la pobre vive fregando, mientras el resto de la familia le reclama cosas. Y ella les da todos los gustos porque los ama. Los ama-sijaría, digo, pero no puede hacerlo porque iría presa. Aunque tal vez sería una forma de librarse de los otros ocho. Vez pasada intentó suicidarse pero no pudo. Entre tanto desorden no encontró ni los somníferos, ni la llave del gas ni un cuchillo de serrucho para cortarse las venas. Entonces decidió seguir viviendo, que era más fácil que seguir buscando. Pero tuvo suerte; tropezó en la escalera y se rompió una pierna. Le recetaron un mes de internación. Ella quería quedarse a vivir en el sanatorio, pero no se lo permitieron. Los médicos no aguantaban las visitas de los familiares. Entonces volvió al departamento, donde el esposo y los hijos la esperaban ansiosos. Había tanta mugre que en vez de limpiar decidieron mudarse. Como no encontraban un departamento que les gustara, compraron varios tranvías en desuso y los llevaron a un terrenito que tenían en Villa Calzada. Ahora, finalmente, cada uno tiene su cuarto. El problema es que para comunicarse tienen que tocar la campanilla. Hasta la próxima.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».