Las cuatro sombras

Cuatro sombras gemían ocultas en las sombras. Una era el espíritu del tiempo que se sumía en sí aguardando el desatino del después. Otra, el hálito de la desesperanza pugnando por burlar el abandono. La tercera, el resplandor ignoto de los propósitos frustrados. Nunca supe de la cuarta hasta hoy, en que la oscuridad cegó mis ojos y una luz oportuna acompañó mis pasos.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.

Encausto

Desde el lecho de enfermo en que yacía preso de una extraña dolencia cuyas causas ningún médico acertaba a definir, en un momento de apirexia en el que la fiebre intermitente le diera un súbito respiro, el Emperador ordenó con voz débil: «Tráiganme el sácrum encáustum». Los sirvientes se movilizaron rápidamente en la búsqueda de la purpúrea tinta destilada por cientos de caracoles carnívoros marinos, reservada sólo para la más alta dignidad del Imperio. El Emperador alzó con dificultad medio cuerpo sobre la almohada, tomó con mano temblorosa la pluma de faisán real, la hundió en el tintero tallado en alabastro y con un último esfuerzo la apoyó sobre el amarillento pergamino donde una vez más rasgaría sus habituales cultismos, esas expresiones que denotaban el estilo de lengua esmerada que aprendiera siendo niño de labios de su nodriza extranjera. «Una vez más estoy sumido en un ilapso inenarrable, soportando estoicamente los disfavores de un cuerpo consternado, pero elevando el espíritu hasta el arrobamiento…». La escritura se desdibujaba conforme avanzaba en su agónica grafía, más cercana a un paroxismo inevitable que al arrebato vehemente de una milagrosa recuperación. La palidez ganaba espacio en el rostro infestado por el dolor y la pena. Al intentar mojar una vez más la pluma en el marmóreo receptáculo, un movimiento inesperado derramó el líquido rojizo sobre la sábana impecable. Sus acólitos, nerviosos, amagaron una rápida limpieza. Sólo entonces el emperador cayó en la cuenta de que la tinta era en realidad su propia sangre.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.

El tren de la medianoche

Paciente, con el rolar inquieto de las ruedas sobre la cuna de vías paralelas, el tren de la medianoche marchaba a su destino. Nadie conocía con certeza el rumbo: ni el maquinista ciego que intuía a medias el camino, guiado por los olores de los campos sembrados de alfalfa y girasoles; ni los pasajeros de la primera clase, mudos habitantes de una vida desvanecida en la distancia; ni los peregrinos de la parte posterior, enclaustrados sobre ignominiosos asientos de una madera tan dura como sus conciencias. El convoy de ocho coches se deslizaba penosamente arrastrado por una antigua locomotora que pifiaba por el esfuerzo. Un humo negro, que se confundía con las negras nubes multiplicadas en el cielo negro, oscurecía aún más el negro de la noche. Alguna que otra ventanilla olvidaba una luz encendida que acentuaba la figura espectral del gusano de acero, madera e intenciones banales. En el último vagón, una figura solitaria miraba hacia atrás, como queriendo recobrar algún olvido. Era un delgado perfil cubierto apenas por una larga túnica raída. En la mano izquierda llevaba un farol apagado, con muestras de la cera y los pabilos que alguna vez contuvieran la luz. En la mano derecha, una vieja guadaña.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.

Escher

Se detuvo al pie de la escalera de peldaños de raulí y barandal de incienso y miró hacia arriba. No adivinaba el final, de tan alta y retorcida que la veía. Suspiró. Puso un pie en el primer escalón, justo al lado de una pequeña y extraña mancha negra que semejaba una pantera agazapada, y se impulsó a subir. El quejido de la madera herida acompañó su esfuerzo. Lentamente, como robándole tiempo a las sombras, comenzó el ascenso. Cada paso despertaba sonidos diversos que le traían recuerdos archivados en algún lugar de su mente esclerosada. Una pisada, un ruido, un recuerdo. Otro paso, una música distinta, una nueva resurrección. Al llegar al primer recodo tomó un necesario descanso y volvió a mirar. Primero hacia abajo, calculando sus pisadas. ¿Habían sido cincuenta, sesenta o tal vez más? Luego volvió la vista arriba y advirtió que aún faltaba un trecho al menos tan largo como el ya recorrido para llegar a su destino. Juntó en un solo impulso sus menguadas fuerzas y continuó con la fatigosa travesía. Nuevamente los pasos, los sonidos, los recuerdos. La escalera se envolvía sobre sí como queriendo abrazarse en una caricia interminable. La baranda parecía una vía férrea sobre la que en cualquier momento asomaría un tren. Los peldaños seguían sonando con su música de piano abandonado. Un nuevo descanso en la interminable sucesión de escalones refrescó su propio descanso. Jadeando desacompasadamente, reclinó la espalda sobre la fría pared y tomó un respiro. La escasa y mortecina luz que oscurecía el hueco acompañó su vista y pareció brindarle la esperanza de estar a pocos pasos de la meta. Una vez más obvió sus calambres y dificultosamente retomó la ascensión. Cuando parecía estar a punto de desfallecer, imprevistamente llegó al final. Allí lo esperaba el inicio de una nueva escalera de formas confusas y destino incierto. Decidido a no abandonar, y en un esfuerzo póstumo, puso un pie en el primer peldaño. Un ruido conocido lo sobresaltó. Miró hacia el escalón. Junto a su pie veía claramente una pequeña y extraña mancha negra que semejaba una pantera agazapada.

Este relato forma parte de la serie «Relatos extravagantes (algunos incluso raros)».

El artista y la figura

Multiplicaba los tonos estridentes en un lienzo que yacía inerme sobre el caballete de madera. Combinaba ocres con añiles, magentas con cerúleos, mezclando en una hechura impredecible sentimientos y colores. La figura parecía reptar sobre un suelo escaldado, atomizado, tal vez incluso desgranado en pequeños quasares sutilmente ocultos en la tela. El artista recogió sus lentes sesentones y contempló la figura con ojos oportunos. Ella le devolvió la mirada y levantando un dedo despojado, lo señaló en silencio. El artista tomó el pincel y en un esfuerzo angustioso cubrió por completo el lienzo con acrílico rotundamente negro. Al contemplar una vez más su obra, vio que, emergiendo del fondo de la tela, el dedo acusador aún lo señalaba.

Este relato forma parte de la serie «Relatos extravagantes (algunos incluso raros)»

Placer

Sacó un cigarrillo golpeando levemente el fondo de la cajetilla, lo tomó con su mano izquierda, donde un enorme anillo de sello repelía los fulgores de la lámpara cercana, y lo deslizó por la base de la nariz, aspirando con deleite el aroma del tabaco. Con su otra mano tomó el viejo Ronson y acercando la llama encendió el cigarrillo. Enseguida, como al descuido, lo apoyó en el cenicero. Dejó que su mirada se perdiera entre las volutas que danzaban desordenadamente haciendo arabescos en el aire, mientras el cilindro de papel comenzaba a teñirse de canas. Suspiró. Con los dedos índice y pulgar de la mano derecha desprendió el opaco ojo de vidrio con el que lastimosamente procuraba ocultar su desventura y lo dejó sobre la mesa. Luego, en una estudiada liturgia, colocó el cigarrillo encendido en el hueco donde alguna vez habitara un ojo y lentamente, muy lentamente, comenzó a fumar.

Este relato forma parte de la serie «Relatos extravagantes (algunos incluso raros)».