Recuerdos

Abrí el arcón donde guardo los recuerdos: el tren a cuerda, las bolitas, el cuaderno premiado de primaria, una rama de eucaliptus tallada en campamento… Testimonios todos ellos de una infancia feliz, sin sobresaltos, plena de juegos e ilusiones. Junto a ellos encontré la lapicera Tintenkuli que me regalaron a los quince, una Victorinox que nunca usé, la foto rancia de la primera salida sin mis padres, cuando a los dieciocho nos fuimos a la costa con amigos y sin dinero. Huellas de una juventud vivida plenamente, con todos los deseos por delante. Por fin hallé una carta doblada en cuatro partes y una fotografía de mujer. Entonces sí, lloré.

Este relato forma parte de la serie “Relatos mínimos”.

El monstruo

SubterráneoEl largo túnel tenebroso, invadido por oscuras soledades, dejaba ver de tanto en tanto un halo mortecino en el abovedado techo de la hosca galería subterránea. El monstruo avanzaba a gran velocidad, devorando la distancia, bamboleando grotescamente el cuerpo, gimiendo un rugido imperceptible a veces, atronador las más, que generaba un cierto espanto. Al voltear una profunda curva, aminoró la marcha. Allá lejos, cien metros por delante, un tenue resplandor cobraba poco a poco mayor intensidad. Tras un instante de vacilación, continuó el lento avance. La luz terminó de invadirlo y se detuvo. El tren había llegado a la estación.

Estos relatos forman parte de la serie “Cuentos de cien palabras”.

El tren de la medianoche

Paciente, con el rolar inquieto de las ruedas sobre la cuna de vías paralelas, el tren de la medianoche marchaba a su destino. Nadie conocía con certeza el rumbo: ni el maquinista ciego que intuía a medias el camino, guiado por los olores de los campos sembrados de alfalfa y girasoles; ni los pasajeros de la primera clase, mudos habitantes de una vida desvanecida en la distancia; ni los peregrinos de la parte posterior, enclaustrados sobre ignominiosos asientos de una madera tan dura como sus conciencias. El convoy de ocho coches se deslizaba penosamente arrastrado por una antigua locomotora que pifiaba por el esfuerzo. Un humo negro, que se confundía con las negras nubes multiplicadas en el cielo negro, oscurecía aún más el negro de la noche. Alguna que otra ventanilla olvidaba una luz encendida que acentuaba la figura espectral del gusano de acero, madera e intenciones banales. En el último vagón, una figura solitaria miraba hacia atrás, como queriendo recobrar algún olvido. Era un delgado perfil cubierto apenas por una larga túnica raída. En la mano izquierda llevaba un farol apagado, con muestras de la cera y los pabilos que alguna vez contuvieran la luz. En la mano derecha, una vieja guadaña.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.

Llega el tren

El humo azul, desgajado en hebras casi imperceptibles, se adelanta al sonido de las ruedas acariciando las vías. A lo lejos, el tren bambolea su figura en un delicado contraste con el paisaje, a veces ocultándolo, a veces mimetizándose con él. En la estación poblada apenas por los curiosos desocupados del día, crece el murmullo conforme la figura de la locomotora se agiganta con su orgullosa nariz cortando el viento. De pronto, la voz de la campana apaga el silencio, preanunciando la llegada de la formación entre vapores. Luego, unos instantes de bullicio, y enseguida la soledad de una estación en ruinas.

Este relato forma parte de la serie «Relatos al por menor».

Se va el tren

El tren de mañana ya partió

y yo no estaba allí.

Una ilusión atada al último vagón se resiste a abandonar el ámbito seguro del andén. Perplejo, lo miro partir, lo veo partir, lo siento partir. Partir. Reminiscencia de nacer. ¡Qué paradoja! Irse para venir. Parir para volver. Y en la locomotora que lentamente rumbea hacia quién sabe dónde, como un turbante atado a la chimenea, el humo deja caer sus últimos jirones.

Este relato forma parte de la serie «Relatos al por menor».