Infinitivos

AulaEn el idioma español los infinitivos de los verbos se conforman con las partículas “ar”, “er” e “ir”. Así, por ejemplo, la palabra “am-ar” es un verbo que define un sentimiento de afecto profundo hacia alguien o algo. Pero existen muchos otros casos que el lenguaje no ha registrado de igual manera y que quisiera rescatar de ese olvido injusto en el que los lingüistas los han sumido. ¡Sí señor! Porque cuando uno es injusto con los injustos, se vuelve justo con los justos. ¿Es así, no? Bueno, de todos modos no importa. Lo que quiero es acercarles a ustedes esas definiciones arteramente ocultas al saber extra académico. Comencemos por los verbos terminados en “ar”. “Viajar mal en la línea Sarmiento de trenes” se dice “Castel-ar”. Aunque para este concepto, también se usan las palabras “Morón”, “Haedo”, “Ituzaingo”, “Merlo” y muchas otras más que no tienen terminación verbal. Se ve que es una sentencia que, de tan difundida, tiene muchas maneras de expresarse. Y se trata efectivamente de una sentencia, porque los que viajan en tren “están sentenciados” a pasarla mal. Pero sigamos con lo nuestro. El verbo que define “gobernar demagógicamente para las masas” se dice “popul-ar”. ¡Y de eso sabemos bastante los argentinos! Aunque a veces lo confundimos con “hacer o decir cosas de mal gusto o baja estofa” que es el verbo “vulg-ar”. Hay otro verbo que significa “engañar a uno dándole algo ‘trucho’ diciéndole que es bueno”. Es el verbo “simil-ar”. “Hacer negocios sucios” se dice “irregul-ar”; “sentirse superior a los demás” se expresa como “particul-ar”; “ir y venir sin ton ni son” se dice “pleam-ar”; “ganar la lotería sin esfuerzo” se define como “az-ar”; y “tener mucho frío” se dice “pol-ar”. “Refugiarse económicamente en una moneda fuerte” se llama “dól-ar”. Este es un verbo no sólo bien conocido sino también muy usado por los argentinos. “Oler profusamente a limón o naranja” se dice “azah-ar”, “sostener a alguien o algo que se está cayendo” es “pil-ar”, y “sentir un gusto dulce en la boca” es “azúc-ar”. “Ungul-ar” se traduce como “limpiarse las uñas de los pies con un escarbadientes”. Es un verbo un tanto asqueroso, pero un verbo al fin. “Recibir en tu casa a una persona que no querés ver” se dice “famili-ar” y “sentirse solo y apenas aferrado a algo por una parte mínima” se dice “peninsul-ar”. Hay verbos de una sola sílaba, como por ejemplo “m-ar”, que quiere decir “tener una gran extensión de agua que no se puede beber”, “p-ar”, que indica “andar de a dos”, o “l-ar”, que significa “vivir en una casa”. Un sinónimo de este último es “hog-ar”. El verbo que expresa el éxito de los artistas es “estel-ar”. Y el que significa “sentirse bien” es “bienest-ar”. Hablando ahora de los verbos terminados en “er”, veamos algunos ejemplos a continuación. “Ir al cine a ver un estreno” se dice “premi-er”, “llegar temprano para conseguir un buen sitio” es “lug-ar” (éste se coló), “sentarse en la fila de adelante” es “prim-er” y “quedar en plano diferido” es “terc-er”. Estos cuatro verbos por lo general se utilizan juntos. “Comprarse un problema para siempre” se dice “muj-er”. Es un verbo esencialmente masculino, aunque a veces se utiliza también en el ámbito femenino. Y curiosamente, es un verbo que tiene múltiples acepciones, como por ejemplo “mirar detalladamente a otras mujeres para criticar cómo están vestidas”, “tener humor cambiante sin saber por qué”, “sacar la mano por la ventanilla del automóvil para señalar una vidriera”, y otras por el estilo. Aunque a mucha gente no le guste, “tener muchas gallinas que no saben qué hacer” se dice “Rív-er”. Bueno, no lo tomen a mal. Es un chiste. Recuerden que yo soy “bostero”. “Arreglar las cosas descompuestas” se dice “tall-er”, “apostarse en la puerta de un edificio o mansión” se dice “uji-er” y “tener mal genio” se dice “caráct-er”. El verbo “secret-er” significa “utilizar un escritorio para escribir bol…”. Por las dudas, les cuento que estoy escribiendo este texto sentado a una mesa en el comedor de diario de mi casa. Los verbos con la terminación “ir” son más raros que los otros, pero vean a continuación algunos ejemplos. El verbo “em-ir” implica “darse una vida de príncipe”, y “chuparse todo” se dice “elix-ir”. Cuando queremos transformar un verbo en intransitivo –es decir, que la acción se refiere a uno mismo y no a terceros-, se le agrega el sufijo “se” al final. ¿Qué si es sufijo va al final? Bueno, yo lo sabía, pero no sabía si ustedes lo sabían. Un verbo intransitivo que significa “cometer un error de por vida” es “casar-se”. No sólo es intransitivo, sino también irreparable. ¡Y pensar que hay hombres que cometen ese error una y otra vez! Por algo que se dice que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Yo no sé si tropieza dos veces con la misma piedra, pero de lo que estoy seguro es que quien hace eso, es un animal. Iba a hacer un chiste político con el verbo “milit-ar”, pero me parece que mejor lo dejo para otra ocasión. Bueno, voy a terminar aquí porque no me acuerdo de ningún otro verbo. ¡Ah sí, me acordé de uno que me está llegando de a poco! Es el verbo “alzheim-er”. Hasta la próxima.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

En el silencio de la tormenta

Arco iris 1Los relámpagos fustigan la densa oscuridad. La lluvia azota la espesura formando turbulencias que arrastran la vida en su decurso. Los árboles, batidos por el viento, estiran las ramas como intentando asirse al aire y resistir la opresión de los torrentes acicateados por la fuerte tempestad. El viento silba con un estruendo como de mil cascadas cayendo en simultáneo sobre la tierra árida. Por momentos, ostentosas centellas hieren el espacio formando cicatrices en el cielo y se pierden tras los árboles carbonizando el césped. Caos. Confusión. Un temor anárquico y pasmoso planea en el bullicio. Inesperadamente, un silencio denso surgido de la nada se adueña del espacio. Cesan los truenos y la lluvia y un tímido arco iris empalidece en la distancia. Horas más tarde, nada recuerda la tormenta.

Este relato forma parte de la serie “Relatos y correlatos”.

Dentro de una campana de vidrio

 AtrapadoProsa poética

No puedo comprender cómo se ve el silencio golpeando la cúpula fenicia que me cubre, que me hace sentir un insecto buscando libertad, sin que el calor o el frío me sosieguen. No puedo comprender cómo la bóveda de un cielo transparente me  aprisiona en una superficie inerte, con la nada por toda compañera y donde sólo el vacío me acompaña. No puedo comprender que el techo no se arrugue ante las ansias de saborear espacio y permanezca bramando de nostalgia. No puedo comprender; en realidad, no quiero.

Este relato forma parte de la serie “Relatos y correlatos”.

Hormigas en el lavabo

Hormiga en el lavaboAyer, al levantarme del lecho con las ilusiones entre brumas, arrastré mi inconsistencia hasta el lavabo. La sorpresa me golpeó. Otras diminutas ilusiones se movían nerviosamente sobre la blanca loza deslizándose, reptando, desapareciendo por la negra boca del sumidero. Las miré con una mezcla de indolencia y desprecio y abrí el grifo. Un chorro cristalino se derramó sobre la blanca loza y acabó con las pequeñas ilusiones que aún quedaban, arrastrándolas hacia la negra boca del sumidero.

Este relato forma parte de la serie “Relatos y correlatos”.

Relato aleccionador

PartenonHe decidido escribir un relato aleccionador. Sí, aleccionador. Porque estoy cansado de perder mi valioso tiempo con trivialidades inconducentes. No quiero seguir desgastando mi intelecto en cuestiones sin un verdadero valor, sin una auténtica razón de ser, que no aportan un sentido trascendente a la existencia, a la razón última de las cosas y las personas. Así que estoy decidido. ¡Nunca más volveré a empuñar un lápiz si lo que me motiva a hacerlo no merece la pena! ¡Debe merecer la pena! Pero no la pena de muerte, eh. No jodamos. Porque no se trata de tomar las cosas a la ligera. El que toma a la ligera por lo general termina dado vuelta. Como el filósofo ese, ¿cómo era que se llamaba? ¿Curdocles?… No. ¿Beodocles?… Tampoco. Ah sí, me acordé: Empédocles. Tenía una manera de hablar muy convincente ese filósofo. Hablaba con convicción. Convicción era el nombre de la esposa, que la verdad es que estaba rebuena. Ella también era muy convincente, sobre todo cuando mostraba… lo que sabía. Empédocles les hablaba a los escitas. Y los escitaba. Igual que la esposa. Por eso no había que tomarlo a la ligera. Porque después tenía que tranquilizarlos, lo que no resultaba fácil por más convicción que pusiera. Empédocles vivía en la antigua Grecia. ¿Por qué digo la antigua Grecia? Si Grecia siempre fue antigua. Y de tan antigua que es, está toda rota. Miren por ejemplo el Partenón, que está partido en trozos impares. De allí el nombre: Parte-nón. Si no, tendría que haber sido Parte-par. Aunque con ese nombre el Partenón debería estar en Es-parta, no en Atenas. No se entiende por qué lo pusieron allí. Lo que pasa es que los griegos son difíciles de entender. ¡Ni entre ellos se entienden! La vez pasada uno le dijo a otro: “Esto es griego para mí”. Y el otro le respondió: “¿Y qué querés, que te hable en guaraní?”. Por eso Empédocles, que vivía en Grecia, predicaba en Macedonia. ¡Y hacía cada ensalada! Y con vino, en vez de vinagre. Algunos decían que cuando predicaba en Macedonia, mandaba fruta. Debe ser porque la fruta con vino te suele poner en pedo… cles. Empédocles fue el único que se atrevió a decirle a Aníbal, el Conquistador, que estaba ídem. No, no que estaba Aníbal, sino que estaba empédocles. Quiero decir, como si hubiera comido macedonia de fruta con vino. A Aníbal no le gustó nada, pero como era un duro, se las aguantó. Más que un duro, Aníbal era un durazno. De ahí los duraznos en Aníbal. Ah, ¿no son en Aníbal, sino en almíbar? Bueno, igual. La cuestión con Empédocles es que no se podía tener en pie. Por la edad, digo, no por otra cosa. En realidad, sí por otra cosa. O no, ¡qué sé yo! Se dice que Empédocles en realidad era agrigentino. Porque había nacido en Agrigento, Sicilia. ¡Huy, qué susto! ¡Había leído “argentino”! Si hubiera sido así, se habría justificado el nombre. Porque todos los argentinos estamos un poco en pedo. Buenos, no todos los argentinos. Tal vez unos cuarenta millones, pero el resto no. Parece que Empédocles era muy friolento. Tan friolento, que un día se fue a calentar al volcán Etna, pero resbaló y se cayó adentro. Nunca volvió. Debe ser porque estaba calentito. Dicen que Empédocles fue el inventor de la retórica. Es que tenía muy mal carácter y se las pasaba retando a los alumnos, retando a los amigos, retando a la esposa… No, a la esposa no la retaba, sino al revés. Pero sus discursos eran verdaderamente aleccionadores. Como esto que quiero escribir ahora. Porque nunca más empuñaré un lápiz si lo que escribo no es aleccionador. ¡Nunca más! ¡Ni empédocles! (Menos mal que inventaron la computadora…).

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

Saliendo de la caverna

Caverna 1El presente relato es continuación del publicado el 17 de diciembre de 2012 bajo el título “Entrando a una caverna”.

Esa luz. Esa luz que ciega está allí. Parece inalcanzable y sin embargo puedo tomarla entre las manos extendidas, mientras me atrae hacia un espacio nuevo. Es una luz mujer, de contornos suspirados por un aroma inconfundible, por el rumor de una voz que no se olvida. Me atrapa entre caricias sutiles con el calor de un sol inapelable, de una estrella viscosa hundida en los pliegues de la piel. Mis pies caminan solos, insomnes, llevando la carga del cuerpo hacia adelante. Mis piernas son las ramas frágiles de un árbol incipiente que se columpia al viento. Un paso más y la luz me ciñe de infinito. Un paso más y nuevamente estoy en el lugar del que partí.

Este relato forma parte de la serie “Relatos y correlatos”.

Desencuentros amorosos

Supe de un elefante que conoció a una hormiga. Fue verla y enamorarse perdidamente de ella. Comenzó a cortejarla con obstinación, pero ella rechazaba sus intentos. Ante el progresivo acoso, un día la hormiga le pidió: “No me presiones más. Lo nuestro es imposible”. “¿Por qué?”, preguntó él, decepcionado. Ella bajó los ojos, y en un murmullo pudoroso, le respondió: “Porque el rinoceronte conquistó mi corazón”. El elefante quedó unos segundos en silencio. Luego, alicaído, insistió: “Pero si el rino flirtea con la abeja. Yo los he visto pasar volando tomados de la mano”. La hormiga lanzó un profundo suspiro y respondió: “Lo sé, pero nada puedo hacer. No dejo de pensar en él, en sus patas robustas, en su fuerte cuerno, en sus hermosos ojos…”. El elefante, resignado, bajó la trompa, y arrastrando las patas se fue a matar las penas a lo de la luciérnaga, quien le profesaba un amor incondicional.

Este relato forma parte de la serie “Relatos re latos”.

El oculista

El otro día fui al ocultista… quiero decir, al oculista. Ya es la segunda vez que me equivoco cuando hablo de este profesional. Apenas entré, me preguntó: “¿Vino por la vista?”. Estuve a punto de responderle que no, que mi visita se debía a un problema de hemorroides, pero me contuve. En la práctica, sí puede ser un problema de hemorroides, porque cuando estoy en el peor de los momentos, me caen lágrimas en abundancia. “¿Estaba muy cargado?” – continuó preguntando. Al principio le entendí mal, porque este doctor pronuncia la “r” en forma muy suave, pero luego me di cuenta de que lo que había dicho antes era “autopista” y no “vista”, y luego “cargado” y no “ca…”. Tragué saliva. Pensé que además del oculista debía consultar a un sordólogo. Sí, a un sordólogo, esos médicos que tratan la sordera. Un ornitorrinco… quiero decir, un otorrino-como-se-llamen. Los otorrino éstos, para curarte te dan un susto o te hacen tomar un vaso de agua sin respirar. ¿Cómo que qué es eso? ¿No dicen acaso que tratan a los hipoacúsicos? ¿Esos no son los que tienen hipo? Ah, ¿son los que oyen mal? Yo no sé por qué les ponen nombres raros. Mejor volvamos al oculista. En realidad, no puedo volver. ¿Saben por qué? Porque no me había ido. ¡Já, já! ¡Qué chistoso soy! ¿No les causó gracia? ¡Qué difíciles son ustedes! Es como dice el refrán: “no hay peor sordo que el que no quiere ver”. Quiero decir, “no hay peor ciego que el que no quiere tocar”. Tampoco… Bueno, en realidad, ustedes ya saben lo que quiero decir. El doctor me hizo sentar en un sillón muy cómodo y se puso una cosa en el ojo que parecía un espejo con luces. Parecía un minero. Un minero, alguien que trabaja EN las minas, no CON las minas. Luego agarró algo que parecía un puntero, empezó a señalar un cartel lleno de letras y me pidió que las fuera repitiendo, ¡No pegué ni una! Me preguntó: “¿Usted sabe leer? Yo le respondí: “Sí, lo que pasa es que las letras están en inglés”. Me miró con sorna. Entonces me hizo la receta: me recetó que fuera a la escuela nocturna. Así que aquí estoy, repitiendo las vocales. Cuando termine, les cuento. Hasta pronto.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

El televisor

Estaba allí, sentado en un sillón del comedor de diario, mirando fijamente hacia el televisor. Hacía ya dos horas que encontrara esa cómoda posición y no la había abandonado aún cuando alguna urgencia inoportuna lo obligara a ir al toilette. El control remoto jugueteando en la mano derecha, símbolo del poder sobre el artefacto, y un vaso de gaseosa -que por momentos llevaba a la boca- en la izquierda, eran los únicos síntomas visibles que escapaban a su inmovilidad. Mil imágenes pasaban por su mente a cada instante. Agradables algunas, desdichadas otras, dolorosas las más. Los ojos abiertos parecían atornillados a esa pantalla que lo atraía irremediablemente. De pronto, cansado de su pasividad, decidió que ya era excesivo el tiempo transcurrido, y en un esfuerzo supremo, encendió el televisor y se marchó.

Este relato forma parte de la serie “Relatos y correlatos”.

Acomodada en la culpa

“No hagas nada, dejalo así. Ya lo recuperaremos”, decía mi esposa en un tono entre contemplativo y misericorde. “No puedo”, respondía yo con fiereza. “Esto no tiene perdón”. La realidad, difusa, parecía indicar una intención de daño imposible de olvidar. El dinero no estaba donde se suponía. El cuarto revuelto no dejaba lugar a dudas; los quinientos dólares habían desaparecido misteriosamente, se habían volatilizado. “Hoy la agarro por el cuello a la mujer de la limpieza y la hago confesar”, me envalentoné. Mi esposa me miró por primera vez de frente y me dijo: “No fue ella; fui yo”. Mi boca se abrió una vez más, pero esta vez no para gritar sino en una expresión de asombro. Ella prosiguió con la voz cargada de culpa: “No tenía dinero y lo necesitaba. Por eso lo tomé, pero no podía decírtelo”. Y mientras me  entregaba una pequeña caja cuidadosamente envuelta, una lágrima se deslizó lentamente por su mejilla, al tiempo que susurraba: “Tomá tu regalo de cumpleaños”.

Este relato forma parte de la serie “Relatos re latos”.

Las cuatro sombras

Cuatro sombras gemían ocultas en las sombras. Una era el espíritu del tiempo que se sumía en sí aguardando el desatino del después. Otra, el hálito de la desesperanza pugnando por burlar el abandono. La tercera, el resplandor ignoto de los propósitos frustrados. Nunca supe de la cuarta hasta hoy, en que la oscuridad cegó mis ojos y una luz oportuna acompañó mis pasos.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.

Preguntas inútiles

Nunca olvidaré a ese maestro del humor sano y apto para todos que se llamó José “Pepe” Biondi. Uno de los sketchs más memorables fue el llamado de “las preguntas inútiles”. En él me inspiré para escribir el presente relato.

El otro día llegué a casa empapado bajo una lluvia torrencial. Apenas abrí la puerta, mi esposa me preguntó: “¿Llegaste?” La miré casi con odio. Allí estaba yo, en medio de un charco de agua que mojaba el piso flotante del living, nunca más flotante que en ese momento. Mi mujer volvió a la carga: “¿Llueve?”, me preguntó. No dije una sola palabra. Dejé el paraguas abierto en el pequeño patio techado y me sumergí en el baño. Luego de una reconfortante ducha caliente, me sentí mejor. Salí al living justo en el momento en que mi esposa estaba abriendo la bolsa con frutas que yo había ido a comprar antes de que se largara la tormenta y que trajera laboriosamente resguardada bajo el paraguas. Abrió la bolsa, sacó una ciruela y volviéndose hacia mí, me dijo: “¿Compraste fruta?”. Estuve a punto de responderle que no, que me la habían regalado, pero recordé que mi abogado me había dicho que responder con ironía podía ser causal de divorcio. “Sí, mi amor”, le respondí. Ella dijo: “¿Habías llevado plata?”. Murmuré un ininteligible “Mhhhsssssssi” y me senté en el sillón a ver televisión. Nada parecía detenerla. Siguió preguntando: “¿Estaba abierta la frutería a esta hora?”. Le dije: “¡No! ¡La compré en una farmacia de turno!”. En realidad no se lo dije, pero lo pensé. En cambio, le respondí: “Sí, estaba abierta”. “Ah, bueno”, respondió ella y se sentó en una silla a continuar tejiendo un sweater para el hijo de una amiga. En eso, apareció Enrique Iglesias en el televisor. “¿Ese no es Enrique Iglesias?”, escuché que me preguntaba. Me hice el dormido. No soportaba más tantas preguntas pel… igrosas. Pero mi señora es muy perspicaz. “¿Te quedaste dormido o te estás haciendo el dormido?”. Abrí un ojo y contando hasta setecientos cincuenta en sólo cinco segundos, le dije: “No, estaba meditando un rato antes de comer”. Ella me miró a su vez y me preguntó: “¿Tenés hambre?”. Hice un esfuerzo terrible pero no logré que el techo cayera sobre su cabeza. “Algo”, le respondí como al descuido. “Puse carne en el horno, pero tardará como media hora. ¿Podés esperar media hora?”. Asentí moviendo la cabeza mientras me mordía la lengua hasta hacerla sangrar. Interiormente me repetía: “No me queda más remedio. No me queda más remedio”. Fijé la vista en el televisor, aunque en realidad no veía lo que pasaba dentro de la caja boba. ¿Cómo podía evitar las preguntas inútiles? De pronto, la inspiración me iluminó como un rayo prodigioso. Poniendo voz de indiferencia, le pregunté: “A vos, ¿quién te parece mejor, Xavi o Iniesta?”. Me miró espantada. ¡¿Queeeeeé?!, exclamó. Sonriendo pícaramente, repetí la pregunta: “Te pregunté si Xavi te parece mejor que Iniesta o Iniesta mejor que Xavi”. Evidentemente la había desconcertado. No sabía si le estaba hablando de jugadores de fútbol – como efectivamente le estaba hablando -, de marcas de sopa o de ventiladores para cocina. “Nnnno sé”, me dijo casi con vergüenza. Paladeé mi venganza. Había encontrado el modo de hacerla quedar en silencio y sin preguntarme nada más. Levantándome, tomé de la biblioteca una hoja de papel y una birome y me puse a escribir posibles preguntas que mi señora jamás podría responder. Así, fueron apareciendo en orden las siguientes: “¿Vas a salir?” (para decirle en el momento en que, vestida con ropa de calle y cartera en mano, esté abriendo la puerta de calle); “¿Cuánto tiene de memoria RAM nuestra PC?”; “¿Sabés qué ruta tomar para llegar más rápido a Trenque Lauquen?”; y muchas otras por el estilo. Pero todo fue inútil, porque en ese preciso momento, ella me preguntó: “¿Estás escribiendo preguntas para hacerme?”. Entonces me di cuenta de que ya nunca más podría engañarla. Y a ustedes, ¿qué les parece?

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

La culpa

Andaba de aquí allá, arrastrando una pesada carga que no pensaba suya pero que sentía propia. Era la primera vez que su voluntad anulaba el desenfado y le oprimía el pecho hasta hacerlo balbucear unas disculpas en las que no creía. ¿Era por ventura responsable de haberse enamorado de la hermana gemela de su novia? ¿Acaso no corría por las venas de ambas una misma sangre? ¿Acaso no era la misma piel distribuida por igual en el interior de una sola placenta? ¿Acaso la apariencia exterior de unos hermosos cuerpos no ocultaba espíritus diversos? Pero todos eran argumentos fútiles, apropiados para esconder una creciente culpa, nunca suficientes para obviarla. Por eso, en sus largas noches en la celda, se increpaba a sí mismo por haber dado muerte a la gemela equivocada.

Este relato forma parte de la serie “Relatos re latos”.

Gas del Estado

Los otros días vinieron los de la compañía de gas diciendo que había una pérdida de fluido. Yo les expliqué que el lechón de la noche anterior me había caído mal, pero no me quisieron escuchar. Lo cierto es que después de romper toda la vereda, dijeron: “Aquí no es”, y cruzaron la avenida para ir enfrente. Les cuento que la mía quedó como Krakatoa después del terremoto. “No te preocupes”, me dijeron. “Después viene el Gobierno de la Ciudad y lo arregla”. Lo peor de todo es que les creí. Porque los del Gobierno de la Ciudad vinieron, pero para ponerme una multa por no tener la vereda en condiciones de transitar. Intenté explicarles, pero fue en vano. No quisieron entender razones. En medio de la discusión, de un caño que habían perforado los del gas, comenzó a salir agua como si fueran los géiseres del Parque de Yellowstone. Era un espectáculo hermoso, pero los del Gobierno de la Ciudad no lo apreciaron y allí nomás me pusieron otra multa. ¡Qué poco sentido estético que tienen! ¡Si quedaba lo más lindo el agua saliendo y saliendo para arriba! Hubiera sido una fiesta para los chicos, excepto que hacía dos grados de temperatura. ¡Pero sobre cero, eh! La cuestión es que el agua entró en el medidor de la luz y se produjo una explosión. Es decir, me quedé sin gas, sin agua y sin luz.  Y con tres multas, porque ahí nomás los del Gobierno de la Ciudad me encajaron la tercera. ¡Todo un lujo, vean! Resignado, entré en la casa para llamar por teléfono a los respectivos servicios técnicos, pero no tenía tono. Parece que la explosión había reventado un cable de la telefónica.  Decidí escribirles por Internet. En vano; con todo esto, también se había cortado la conexión. Menos mal que un vecino piadoso hizo los reclamos. Ahora hace veintitrés días que estoy esperando que vengan a arreglar el pasticho. Mientras tanto, las facturas me llegaron con aumento. ¡Esto sí que es la felicidad! ¿No me envidian?

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

Fútbol

Ayer me puse a ver el súper clásico del fútbol argentino. ¡No!, ¡Qué River y Boca! Hablo de la hinchada de un club de Primera B contra el referee y los linesman. Una joyita, vea. Allí aprendí que al fútbol se juega con piedras arrancadas de la calle, palos, botellas de agua mineral… ah, y una pelota que generalmente está en la cancha pero que a veces desaparece en las tribunas. El objetivo del juego consiste en embocar cualquiera de esas cosas en el cuerpo de los árbitros, cuanto más cerca de la cabeza o de las entrepiernas (las bolas, bah), mejor. Y cuando todo eso falla, hay que extremar la habilidad para zamparle un escupitajo al hombre de negro mientras se corea el nombre de la madre. Eso sí: con todo respeto. ¡Qué cosa extraña! Todas las madres de los árbitros se llaman de la misma manera. En realidad, no se llaman, sino que las llaman.  Porque ¿quién va a llamarse a sí mismo? ¿Acaso no saben dónde están, que se tienen que estar llamando? Para eso conviene que se compren un celular y allí llamen todo lo que quieran. Un teléfono celular, digo, no un camión de la policía. Los policías van a la cancha para cuidar el orden. Se paran frente a la tribuna, ponen cara de malos, se enchufan el auricular de la radio portátil en la oreja y miran el partido de reojo. Algunos incluso reciben llamadas de la madre en los celulares –los teléfonos, no los camiones–, que llama para saber cómo está el nene. Y hablando de llama, me acordé de los bomberos, que tiran agua sobre las llamas. Sobre las llamas, no sobre los guanacos, porque éstos les contestan con escupitajos. Lo mismo que los hinchas con el árbitro. Los bomberos arbitran los medios para que haya calma en la tribuna y los árbitros puedan seguir arbitrando, tirando agua a los espectadores que no “espectan” que los mojen, pero que se las tienen que aguantar porque están detrás del alambrado. Los bomberos les tiran a los hinchas cuando hace calor y también cuando están calientes. Los hinchas, no los bomberos. En realidad, los hinchas siempre están calientes. Calientes con los jugadores propios y ajenos, con los técnicos propios y ajenos, con los simpatizantes propios y ajenos, con los vendedores de panchos y gaseosas, con “la voz del estadio”, con la policía que rodea la cancha, con los amigos de lo ajeno que también andan por allí e hinchan a los hinchas… ¡Si hasta con ellos mismos se enojan, vea! Cuando los hinchas se enojan mucho, los policías los meten en el celular. El camión, no el teléfono. Calentarse no es lo mismo que estar enojado. Al contrario. Yo he visto algunos novios en la tribuna que no estaban enojados y sí estaban… hablando de eso. No, digo que hablando de eso, del noviazgo, la mejor forma de que una pareja se lleve bien es que ella lo acompañe a la cancha. Pensándolo mejor, la mejor forma en realidad es que NO lo acompañe. Porque las preguntas femeninas sobre el juego puede dar término a cualquier relación afectiva. O afectuosa. O ambas. Es lo mismo que cuando ellos las acompañan a un desfile de modas, a un ballet… Entre paréntesis, ¿el ballet es tan aburrido que los espectadores se duermen y los bailarines caminan en puntas de pie para no despertarlos? Pero decíamos, los ellos van con sus ellas al ballet o a ver una película francesa. ¿Vio usted alguna vez algo más pesado que una película francesa? Parece que hubiera sido dibujada en vez de filmada. Debe ser porque el francés es un idioma muy complejo y si las filman rápido no hacen a tiempo para armar los diálogos. ¡Qué idioma raro el francés! Hay que hablar haciendo gárgaras, y cuando no hay agua cerca aconsejan usar la propia saliva. Como en la cancha, cuando le apuntamos a los árbitros. ¡Lindo juego el fútbol! El otro día mi equipo ganó por seis heridos a cuatro. Además, los heridos de ellos eran de mayor gravedad. El campo de juego tiene en cada una de las cuatro esquinas un banderín que se llama el banderín del corner. Creo que es porque viene del idioma inglés, donde esquina se dice corner. Entonces es lógico que en el corner haya un banderín de corner. ¿Qué esperaban? ¿Qué hubiera una bandera de media cancha? Lo lindo del fútbol, además de las peleas, es que viajás una hora como la m….. para llegar a la cancha, te aguantás como dos horas al rayo del sol para ver el partido, volvés a viajar mal, y encima, cuando llegás a tu casa, tu mujer se queja porque la dejaste sola toda la tarde. Y si no se queja, tené cuidado, porque significa que no estuvo sola toda la tarde…

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

Experiencia mística (Fin de semana de visita en un monasterio)

El monasterio amanecía como todas las mañanas. ¡Ya empezamos mal! Se supone que no va a amanecer de tarde. O de noche. O de madrugada. Si fuera así, amadrugaría, pero como ésta es una palabra bastante difícil de pronunciar sin trabarse la lengua, se ve que la cambiaron por la otra y optaron por que amaneciera aunque fueran las cuatro de la mañana. ¡Las cuatro de la mañana! ¡Pero estos monjes están todos pirados! Se levantan cuando yo normalmente me voy a acostar. Nótese la sutileza: dije a acostar, no a dormir. Porque cuando uno se va a acostar no necesariamente es para dormirse enseguida sino para hacer otras cosas, sobre todo si hay alguien más en la cama. Yo, por ejemplo, cuando me acuesto con Mimí, mimi-ro televisión. Y mientras tanto, la podrida de la gata no deja de restregarse contra mi pierna y deja las sábanas llenas de pelos. Por eso al final me quedo solo, porque como dicen por allí, el buey solo bien se lame. Aunque la verdad, me gustaría ver cómo hace el buey para lamerse él solo ciertas partes del cuerpo. El cogote, por ejemplo. Y el…, bueno, sí, me gustaría verlo. La cuestión es que el monasterio amanecía. Esta frase en realidad es una figura retórica, porque los que amanecían eran los monjes. El edificio estaba siempre igual: duro y frío, como algunas partes del buey. Algunas, porque otras el buey las tiene duras, ¿pero frías…? Los cuernos, por ejemplo. Y lógico: ¿quién de ustedes que tuviera cuernos no estaría caliente? Pero no divaguemos. La cuestión es que los monjes se levantaban a las cuatro de la mañana… ¡para cantar! Pero, ¿no tienen otra cosa que hacer los tipos esos? Si a esa hora cantan, ¿me querés decir qué hacen a las doce del mediodía? ¿Juegan a los bolos? Porque levantándote tan temprano, a esa hora ya estás embolado. Además, a los monjes les encanta que las bolas corran y se caigan los palitroques… ¡Sí, se llaman así! Los palos del bowling, no los monjes. Los palitroques son como unos muñecos en forma de palo borracho que se voltean con la bola que corre. El problema con las bolas que corren es que generalmente terminan en el confesionario. El confesionario viene a ser como una cabina telefónica, donde vos te querés comunicar con Alguien, pero siempre hay un tipo interfiriendo en la línea. Pero volvamos a los monjes. A las cuatro de la mañana se ponen a cantar. ¿Y qué cantan? No te creas que un rock o una cumbia villera. No, cantan unas canciones que parecen hechas especialmente para hacerte dormir, así que uno está despierto un rato y después… Deben ser mañanitas, porque las cantan por las mañanas. Es lógico, ¿no? Pero ellos no se duermen; terminan de cantar y se van a trabajar. ¿No te dije que están pirados estos ñatos? ¡Si a esa hora ni siquiera hay luz! Debe ser por eso que encienden las velas. Ah, ¿vos creías que era para otra cosa? No, es que no se ve nada. Después de trabajar un rato –en realidad, un ratito– se van a meditar. ¡Já! A meditar dicen. Si los ronquidos se escuchan desde el jardín. “Desde el jardín” es una novela muy buena de Jerzy Kosinski. ¿La leyeron? Yo me la llevé al monasterio para leerla durante la comida. Sí, la comida, aunque no lo crean. Porque como dice un amigo mío, en algún momento se cambia la mística por la mástica. Pero resulta que en el almuerzo, mientras todos comemos, un pobre tipo se la pasa leyendo no sé qué cosas en voz alta. No sólo se embroma él, que no puede comer, sino que también nos molesta a los demás, porque no podemos conversar con el de al lado ni para pedirle que nos pase el pan. La comida suele ser muy frugal: cazuela de mariscos, pulpo a la gallega, bañacauda… Todo sin carne, eh. Ah, sí, no es cuestión de abusar. Después de comer, se impone una siesta. Pero allí están de nuevo los niños cantores. La música te recorre todo el cuerpo, especialmente los palitroques, que ya los tenés como quesos cuartirolos. ¡Qué rico el queso cuartirolo! Resulta que dentro de la frugalidad, y para no tentarte a comer carne, en cada cuarto dejan un cuarto de horma de queso. Y claro, un cuarto en el cuarto. Y con tal de no sentir el olor, te lo comés enseguida para poder dormirte… hasta el próximo canto. ¡Qué experiencia inolvidable! No me la voy a olvidar mientras viva. Y si alguna vez me olvido y pienso en volver, les pido que me agarren a patadas, pero que no me dejen siquiera intentarlo.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

El osario (III)

Realmente creía que con las versiones anteriores del Osario había agotado las anécdotas de “El Oso”, pero conforme pasa el tiempo me siguen surgiendo los recuerdos de sus famosos dichos. Como por ejemplo, cuando algo le salía mal, decía que había que hacer “morrón y cuenta nueva”, así fuera que saliera “sapo o gallineta”. Algunos de sus refranes preferidos eran “el buey solo bien salame” y “el perro del orto enano no come ni deja comer al amo”. También afirmaba que “somos seres únicos e aborrecibles”. Cuando hablaba de música llegaba al paroxismo de la brutalidad. Decía que la sinfonía que más le gustaba era “El calzoncillo de Ravel”, sobre todo cuando vio en la película “Los unos y los otros” “cómo lo bailaba Don Jorge”. De Toscanini decía que “era puro humo y que se había quemado cuando escribió Tosca porque resultó ni ni”; que Rossini había compuesto “El peluquero de Sevilla”; que “Vivaldi era un piola que se la pasaba de estación en estación” y que Tchaicovsky había escrito “El largo de los cines” en una época en que las películas comenzaban a hacerse cada vez más extensas y pesadas. Y respecto de la música moderna, afirmaba que el conjunto que más le gustaba eran “los gansos rosas”. Pero el Oso no sólo era un amante de la buena música sino que también decía ser un profundo conocedor de la pintura. “Me gustan los impresionistas porque me causan buena impresión” era una de sus frases favoritas. Afirmaba que “Manet y Monet es lo mismo: total, ¿qué diferencia hace una letra?”. ¡Pobre Oso! Quería darnos la impresión de ser muy culto, pero no lo lograba. Es obvio que Manet y Monet no son lo mismo: uno es Manet y el otro Monet. ¿Se entiende? Manet era pintor, en cambio Monet… también. La diferencia es clara: uno se llamaba Claude y el otro Edouard. Bueno, sigamos. De Picasso decía que no le gustaba “porque es muy estructurado” y de Dalí que compraba malos óleos porque “termina de pintar los relojes y las pinturas se le corren todas”. Según el Oso, “Magritte está pasado de resoluciones, porque en vez de caras, pone manzanas en el cuerpo de la gente”. “Rembrandt era policía antes de pintar La Ronda Nocturna” y “Botero trabajaba con Onassis cruzando gente de una orilla a la otra del Riachuelo”. No lo podíamos convencer de que estaba equivocado. Decía las cosas con tal seguridad que finalmente terminábamos pensando que los errados éramos nosotros. En fin… Creo que ahora sí llegué al final de mi recopilación de dichos de El Oso. Los dejo para ir a contemplar el último cuadro que compré, “Los zapatos” de Van Botticelli, mientras escucho la ópera “La Traviata” comiendo unas galletitas de agua. Hasta la próxima.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

El murciélago

(Palabras con cinco vocales, algunas puras -resaltadas en rojo en el relato- y otras con repeticiones -en negrita en el relato)

Tal como fuera bulliciosamente estipulado hasta el aburrimiento, y sin juzgamiento por parte de las autoridades estudiosas del reino animal, el murclago ha ganado todas las postulaciones para ser el arquetipo del mamífero con todas las letras. Al menos, con todas las vocales. Yo lo atestiguo con entusiasmo y sin obsecuencia prejuiciosa, ofuscamiento o euforia: es auténtico. Estoy persuadido. Los enunciados y las orquestaciones de la documentacn lo avalan. Su vuelo exhaustivo y esquinado, esquivando los aguijones de las presas, parece descuidado pero no lo es. Y las modulaciones de los chillidos le son de utilidad para evitar la confluencia de obstáculos de diverso tipo. Curiosamente, los cuidadores del zoológico dicen que el murclago no puede vivir en cautiverio porque se torna esclido, paupérrimo y contrae neumonía con mucosidades, aunque una vez uno de ellos cauterizó una herida con la baba. Para su manutencn necesita la estimulacn que le dan las oscuridades donde se siente a gusto porque son funcionales a él. Le producen un acostumbramiento que lo aleja de las tribulaciones. Supletoriamente, como es aguerrido y furiosamente angurriento, hace muy poca degustacn de las flores de orqdea, plantas de eucalipto y otros alimentos pasteurizados que engulle porque come con apresuramiento. La cueva donde vive suele tener un agujerito por donde se filtra una luz como de sahumerio que lo convierte en un nicho funerario y lo aleja de las preocupaciones y frustraciones cotidianas. Cuando lo observamos en detalle, vemos sobre la cabeza la concurrencia de unas protuberancias que lo afean y en consecuencia la argumentacn de los que lo cuestionan se enroca con las esquizofrénicas leyendas de vampiros deshumanizados basadas en la ingesta de sangre, la opulencia y la concupiscencia que hicieron famoso al conde Drácula. Repudiado por algunos, existen otras curiosidades en torno a él. Sin pretender ser argumentativos ni tomarnos atribuciones irrespetuosas, y casi como cumplimentando las estipulaciones de un cuestionario reticulado sin duplicaciones, podríamos señalar las funcionalidades que lo hacen especial: cauterio de la dirección por radar, hurgamiento de la presa desguarnecndola, velocidad resolutiva y estimulacn y expurgacn de las pulsaciones en vuelo. Estos agrupamientos forman graduaciones de imágenes incuestionables. Ubiquémoslas, aglutinemos las propiedades y cultivémoslas. Como aconseja la madre superiora del convento donde conviven con miles de ejemplares, dejando de lado mis ocupaciones y ahora que me aquieto, les digo que habiendo cumplimentado el preanuncio, si tuvieran la ocurrencia de conocer más sobre este admirable animal y no consiguieran comunicarse con quien les enseñe, podrían hacer una requisitoria, leer las publicaciones especializadas… o comprarse un murclago.

Nota: Las palabras que tienen todas las vocales sin que se repita ninguna de ellas son llamadas panvocálicas o pentavocálicas. 

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

Educación

Everaldo tenía una educación no tradicional. O tradicional. La verdad no sé definirla. Digo que no sé definir la educación, no la verdad, que tiene una definición muy clara. La verdad se define como “un juicio o proposición que no se puede negar racionalmente”. Está claro, ¿verdad? No se puede negar que es un juicio muy racional. La definición, digo. Pero lo que yo no sé definir es si la educación de Everaldo era tradicional o no tradicional. El hecho es que debido a esa educación, Everaldo no tuteaba a los familiares: padres, tíos, hermanos, primos o sobrinos. Él «ustedeaba» a todo el mundo. Es decir, los trataba de «usted». Esa tendencia se agudizaba con los que trabajaban con él. Por ejemplo, con la hija de una tía paterna, que era la Gerente Comercial de la empresa. Un día, cansado de la falta de resultados de su prima, Everaldo le ordenó a su prima: “¡Suprima su prima!”. Su prima primero se ofuscó por tener que suprimir su prima, y luego se largó a llorar con desconsuelo. Desconsuelo era otra de las primas. Al principio iban a bautizarla Consuelo, pero en la ceremonia se largó a llorar tan fuertemente que decidieron cambiarle el nombre. La prima de Everaldo lloraba de esa manera, pero Everaldo no se conmovió, porque su educación no se lo permitía. A él le habían enseñado que los hombres no lloran, por lo cual, cada vez que se lastimaba, se reía. Algunos pensaban que era un imbécil. Otros, en cambio, decían que era un idiota. Pero Everaldo seguía firme en sus trece. Hasta que la madre le dijo que había cumplido veinticinco y que ya era hora de que se pusiera pantalones largos. ¡Y efectivamente ya era hora! Porque como era muy friolento, usaba calzoncillos largos. ¿Se imaginan la combinación de calzoncillos largos con pantalones cortos? Parecía Batman en invierno. Porque los calzoncillos eran de frisa. Frisa era otra prima alemana de Everaldo, a quien él le usaba la ropa interior. Lo hacía de puro curioso nomás, porque decía que le gustaba explorar la vida interior de la familia. A Everaldo la educación lo había convertido en una persona muy severa. Se-verá que eso no le hacía bien ni a él ni a los que lo rodeaban. Los que lo rodeaban no eran muchos porque él era bastante flaco. Flaco y rígido. El problema era que siendo tan rígido, quería trabajar de contorsionista. Y la rigidez y la contorsionidez son dos cosas que no se llevan bien. La primera vez que intentó una contorsión, se rompió la columna vertebral. Tuvieron que reemplazarle las vértebras con caracú. Parecía el dinosaurio del Museo de Parque Centenario. El esqueleto del dinosaurio, no el que está vivo. Ah, ¿no hay ninguno vivo? ¿El otro es el guardián del museo después de hacer el régimen de la luna? Ya me parecía demasiado pequeño. La cuestión es que a partir de entonces a Everaldo lo llaman Elvertebraldo. Por eso y por los calzoncillos de frisa. ¿Que qué tienen que ver los calzoncillos de frisa? En realidad nada, pero la verdad es que no sabía cómo terminar el relato de una manera tradicional. O no tradicional. Debe ser por culpa de mi educación. Hasta la próxima.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».

Cuestión de tamaño

Escuché decir por allí que “el tamaño no cuenta”. ¡No estoy de acuerdo! Eso lo dicen los que lo tienen pequeño, pero los que lo tenemos grande sabemos que el tamaño SÍ es importante. Porque si es grande, uno puede meter todo adentro y quedar muy satisfecho. Por el contrario, si es pequeño, siempre subsiste una cuota de descontento: se llega pronto al tope y por más que uno empuje y empuje, no logra introducir nada más y tiene que buscar alternativas. Y si es mediano, medianamente le puede ir bien o mal. La última vez, por ejemplo, tuve que lidiar con tres y me las arreglé bien. ¡Las tres adentro! En cambio, si el baúl del auto hubiera sido pequeño, debería haber llevado una valija menos o cargarla en el asiento trasero. Y a mí no me gusta cargar nada en el trasero. Prefiero hacerlo en el delantero, aunque resulte incómodo. En fin… Lo que pasa con el maletero del coche pasa también con otras cosas, como las pasas. Las pasas de uva, digo, que si son grandes son más sabrosas, y si no, en vez de pasas, te la pasas masticando semillas. Algo similar ocurre con las herramientas. Hay hombres que las tienen grandes, como el gasista, y otros pequeñas, como el relojero. Eso es porque el instrumento depende de lo que hace cada uno. No me imagino a un relojero enderezando una rueda de corona con una Stilson o a un plomero arreglando un caño con una pinceta. Los que también vienen en varios tamaños son los jabones: grande, mediano y pequeño. A los de tamaño grande los llaman “tamaño baño”. No sé por qué los llaman así. ¿Acaso el baño es sólo para bañarse? Y las manos, ¿dónde te las vas a lavar? Ah, ¿no te lavás las manos? ¿Ni después de haber ido a… al baño? Además, los baños suelen ser bastante pequeños hoy en día. Debe ser porque se usan poco. O para que llegues rápido cuando estás apurado. Son baños de juguete. Y hablando de juguetes, algunas publicidades televisivas son engañosas. Te muestran juguetes que parecen que los chicos se pueden meter adentro, y cuando los vas a comprar, te caben en una mano. Los juguetes te caben en una mano, no los chicos. ¡Ahí está! ¡Los chicos son pequeños! Debe ser por eso que les decimos chicos. O pequeños. O hinchap… ¡no, eso depende de cada chico! Volviendo al tema de los juguetes, los que siempre son grandes son los precios. Debe ser porque el tamaño tiene que ver con el peso. Je, je, ¡qué gran metáfora, peso y peso! ¿No les gustó? Bueno, se ve que ustedes lo que tienen pequeño es el humor. Los japoneses dicen que lo pequeño es bello. Debe ser para consolarse, me imagino. Y ahora me acuerdo del dicho ese de que las cosas que te hacen feliz en la vida son pequeñas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna, una pequeña… ¿Ya lo conocían? ¿Lo había puesto en otro cuento? Bueno, igual sirve para terminar este pequeño relato. ¡Hasta la próxima!

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».