Recuerdos

Abrí el arcón donde guardo los recuerdos: el tren a cuerda, las bolitas, el cuaderno premiado de primaria, una rama de eucaliptus tallada en campamento… Testimonios todos ellos de una infancia feliz, sin sobresaltos, plena de juegos e ilusiones. Junto a ellos encontré la lapicera Tintenkuli que me regalaron a los quince, una Victorinox que nunca usé, la foto rancia de la primera salida sin mis padres, cuando a los dieciocho nos fuimos a la costa con amigos y sin dinero. Huellas de una juventud vivida plenamente, con todos los deseos por delante. Por fin hallé una carta doblada en cuatro partes y una fotografía de mujer. Entonces sí, lloré.

Este relato forma parte de la serie “Relatos mínimos”.

La foto

No había fotografías de él en toda la casa, ni siquiera en un pequeño portarretrato. Sólo ese rectángulo formato carné guardado en un cajón de la vieja cómoda de patas altas y lustre de caoba. Allí estaba su rostro macilento, acompañado de una breve leyenda, sobreimpresa con letra temblorosa, que decía “Vengan a verme”. Las paredes, en cambio, redundaban de rostros sonrientes: la esposa, los hijos, las mascotas, encuadrados en marcos exquisita y laboriosamente labrados por él, tan exquisitos como los retratos de los que asimismo era autor. Supo vivir en esa casa sin dejar historia. Vio partir a cada uno de los hijos para armar sus propias vidas. Vio partir también a la esposa, cuando se desarmó la vida de ambos. Luego vinieron los años de soledad y locura, los vanos intentos de suicidio, la dejadez y el abandono. Todo continuó de esa manera triste, con mucha pena y escasa gloria, hasta el día en que se retrató en el kiosco de la estación de trenes, escribió en la foto con mano temblorosa y se la dio a los hijos mientras lo llevaban al asilo.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.