Arcón de recuerdos

Los recuerdos se guardan en un arcón del tamaño de la nada. No hay lugar en él más que para ellos. Quizás algún suspiro se cuele entre las tablas desparejas, a través de hendijas invisibles, por los goznes que chirrían al abrirse. A veces se oyen voces que ocupan los rincones o se escucha un silencio que se apaga lentamente. Otras, suena una melodía despojada, distante, infinita, mezcla del canto de los pájaros y del zumbar de las abejas, mezcla de arco iris y de lluvia en los tejados, mezcla de ayeres indecisos y mañanas improbables. Como fuere, el arcón muestra una cerradura oxidada, reacia a recibir la visita de una llave que, sin proponérnoslo, colgamos de una cinta alrededor de nuestro cuello para tenerla siempre a mano, pero que siempre olvidamos dónde la guardamos. Es por eso que, en definitiva, son ellos, los recuerdos, los que pueden, si quieren, abrir la tapa del arcón y sorprendernos…

De la serie «Reflexiones sin flexiones»

Arcón de recuerdos

Los recuerdos se guardan en un arcón del tamaño de la nada. No hay lugar en él más que para ellos. Quizás algún suspiro se cuele entre las tablas desparejas, a través de hendijas invisibles, por los goznes que chirrían al abrirse. A veces se oyen voces que ocupan los rincones o se escucha un silencio que se apaga lentamente. Otras, suena una melodía despojada, distante, infinita, mezcla del canto de los pájaros y del zumbar de las abejas, mezcla de arco iris y de lluvia en los tejados, mezcla de ayeres indecisos y mañanas improbables. Como fuere, el arcón muestra una cerradura oxidada, reacia a recibir la visita de una llave que, sin proponérnoslo, colgamos de una cinta alrededor de nuestro cuello para tenerla siempre a mano, pero que siempre olvidamos dónde la guardamos. Es por eso que, en definitiva, son ellos, los recuerdos, los que pueden, si quieren, abrir la tapa del arcón y sorprendernos…

De la serie «Reflexiones sin flexiones».

Recuerdos

Abrí el arcón donde guardo los recuerdos: el tren a cuerda, las bolitas, el cuaderno premiado de primaria, una rama de eucaliptus tallada en campamento… Testimonios todos ellos de una infancia feliz, sin sobresaltos, plena de juegos e ilusiones. Junto a ellos encontré la lapicera Tintenkuli que me regalaron a los quince, una Victorinox que nunca usé, la foto rancia de la primera salida sin mis padres, cuando a los dieciocho nos fuimos a la costa con amigos y sin dinero. Huellas de una juventud vivida plenamente, con todos los deseos por delante. Por fin hallé una carta doblada en cuatro partes y una fotografía de mujer. Entonces sí, lloré.

Este relato forma parte de la serie “Relatos mínimos”.