Los recuerdos se guardan en un arcón del tamaño de la nada. No hay lugar en él más que para ellos. Quizás algún suspiro se cuele entre las tablas desparejas, a través de hendijas invisibles, por los goznes que chirrían al abrirse. A veces se oyen voces que ocupan los rincones o se escucha un silencio que se apaga lentamente. Otras, suena una melodía despojada, distante, infinita, mezcla del canto de los pájaros y del zumbar de las abejas, mezcla de arco iris y de lluvia en los tejados, mezcla de ayeres indecisos y mañanas improbables. Como fuere, el arcón muestra una cerradura oxidada, reacia a recibir la visita de una llave que, sin proponérnoslo, colgamos de una cinta alrededor de nuestro cuello para tenerla siempre a mano, pero que siempre olvidamos dónde la guardamos. Es por eso que, en definitiva, son ellos, los recuerdos, los que pueden, si quieren, abrir la tapa del arcón y sorprendernos…
De la serie «Reflexiones sin flexiones»