El General miró hacia atrás, hacia el espacio vacío suspendido entre el sillón en el que se apoltronaba y la pared que mostraba orgullosa la fotografía del día en que ganara la primera medalla olímpica de equitación. Con los ojos entornados miraba sin ver hacia ese lugar en el que los recuerdos se amontonaban como en gastadas nubes indecisas. Recordaba aquella triste ocasión, cuando siendo apenas un niño le dijera a su madre que quería abrazar la carrera militar y ella le negara el permiso. -“Cuando seas mayor, decidirás por ti mismo, pero ahora soy yo quien te debe autorizar. Y no lo hago”-, le había dicho. El ansiado momento llegó varios años después. Para entonces, la postura fue distinta. -“Madre”-, le dijo, -“voy a enrolarme en el ejército”. La madre lo miró con ojos transparentes y le respondió: -“Este es tu tiempo, hijo mío. Haz lo que creas que debes hacer, y yo respetaré tu decisión”. Así fue como se inició en la carrera de las armas que hoy rememoraba. En sus ensoñaciones recordaba las largas jornadas de estudio en el Colegio Militar, los gratos momentos de camaradería dentro de la rígida disciplina, las largas cabalgatas en su inseparable alazán, las noches de frío en el vivac junto a las ríspidas laderas de la vieja montaña cercana a su terruño, los duros entrenamientos, los acampes, los combates simulados… Todos los recuerdos pasaban por su mente en una sucesión ininterrumpida. De pronto se cruzó ante él el horror de la guerra, la confrontación que asoló el país y todo el espanto posterior: la persecución incomprensible, las mentiras, los falsos testimonios que terminaron en juicios tan faltos de juicio como de justicia. De pronto se apagaron las luces y unas voces entonaron “Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz…”. Los recuerdos volvieron a su cuna y el presente se enseñoreó otra vez del momento. Ese día el General cumplió un nuevo año…
Este relato forma parte de la serie “Relatos y correlatos”.