Recuerdos

Abrí el arcón donde guardo los recuerdos: el tren a cuerda, las bolitas, el cuaderno premiado de primaria, una rama de eucaliptus tallada en campamento… Testimonios todos ellos de una infancia feliz, sin sobresaltos, plena de juegos e ilusiones. Junto a ellos encontré la lapicera Tintenkuli que me regalaron a los quince, una Victorinox que nunca usé, la foto rancia de la primera salida sin mis padres, cuando a los dieciocho nos fuimos a la costa con amigos y sin dinero. Huellas de una juventud vivida plenamente, con todos los deseos por delante. Por fin hallé una carta doblada en cuatro partes y una fotografía de mujer. Entonces sí, lloré.

Este relato forma parte de la serie “Relatos mínimos”.

El cumpleaños del General

GeneralEl General miró hacia atrás, hacia el espacio vacío suspendido entre el sillón en el que se apoltronaba y la pared que mostraba orgullosa la fotografía del día en que ganara la primera medalla olímpica de equitación. Con los ojos entornados miraba sin ver hacia ese lugar en el que los recuerdos se amontonaban como en gastadas nubes indecisas. Recordaba aquella triste ocasión, cuando siendo apenas un niño le dijera a su madre que quería abrazar la carrera militar y ella le negara el permiso. -“Cuando seas mayor, decidirás por ti mismo, pero ahora soy yo quien te debe autorizar. Y no lo hago”-, le había dicho. El ansiado momento llegó varios años después. Para entonces, la postura fue distinta. -“Madre”-, le dijo, -“voy a enrolarme en el ejército”. La madre lo miró con ojos transparentes y le respondió: -“Este es tu tiempo, hijo mío. Haz lo que creas que debes hacer, y yo respetaré tu decisión”. Así fue como se inició en la carrera de las armas que hoy rememoraba. En sus ensoñaciones recordaba las largas jornadas de estudio en el Colegio Militar, los gratos momentos de camaradería dentro de la rígida disciplina, las largas cabalgatas en su inseparable alazán, las noches de frío en el vivac junto a las ríspidas laderas de la vieja montaña cercana a su terruño, los duros entrenamientos, los acampes, los combates simulados… Todos los recuerdos pasaban por su mente en una sucesión ininterrumpida. De pronto se cruzó ante él el horror de la guerra, la confrontación que asoló el país y todo el espanto posterior: la persecución incomprensible, las mentiras, los falsos testimonios que terminaron en juicios tan faltos de juicio como de justicia. De pronto se apagaron las luces y unas voces entonaron “Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz…”. Los recuerdos volvieron a su cuna y el presente se enseñoreó otra vez del momento. Ese día el General cumplió un nuevo año…

Este relato forma parte de la serie “Relatos y correlatos”.

La cámara fotográfica

Cámara fotográficaSiempre llevaba consigo la cámara fotográfica preparada para captar alguna imagen fuera de lo común. Había logrado retratar gente y animales en diversas posiciones y situaciones: algunas graciosas, otras trágicas y otras más tragicómicas. Aspiraba a que sus fotos dieran la vuelta al mundo y, por qué no, ganar el premio Pulitzer. Un día, mientras paseaba, vio una manifestación que venía hacia él. Aprontó la cámara y comenzó a disparar. Un encapuchado, con un garrote en la mano, se le abalanzó… Los diarios del día siguiente publicaron la foto. Debajo de ella se leía: «Fotógrafo toma instantánea de su asesino»…

Este relato forma parte de la serie “Cuentos de cien palabras”.

La foto

No había fotografías de él en toda la casa, ni siquiera en un pequeño portarretrato. Sólo ese rectángulo formato carné guardado en un cajón de la vieja cómoda de patas altas y lustre de caoba. Allí estaba su rostro macilento, acompañado de una breve leyenda, sobreimpresa con letra temblorosa, que decía “Vengan a verme”. Las paredes, en cambio, redundaban de rostros sonrientes: la esposa, los hijos, las mascotas, encuadrados en marcos exquisita y laboriosamente labrados por él, tan exquisitos como los retratos de los que asimismo era autor. Supo vivir en esa casa sin dejar historia. Vio partir a cada uno de los hijos para armar sus propias vidas. Vio partir también a la esposa, cuando se desarmó la vida de ambos. Luego vinieron los años de soledad y locura, los vanos intentos de suicidio, la dejadez y el abandono. Todo continuó de esa manera triste, con mucha pena y escasa gloria, hasta el día en que se retrató en el kiosco de la estación de trenes, escribió en la foto con mano temblorosa y se la dio a los hijos mientras lo llevaban al asilo.

Este relato forma parte de la serie “Relatos extravagantes (algunos incluso raros)”.