Recuerdos

Abrí el arcón donde guardo los recuerdos: el tren a cuerda, las bolitas, el cuaderno premiado de primaria, una rama de eucaliptus tallada en campamento… Testimonios todos ellos de una infancia feliz, sin sobresaltos, plena de juegos e ilusiones. Junto a ellos encontré la lapicera Tintenkuli que me regalaron a los quince, una Victorinox que nunca usé, la foto rancia de la primera salida sin mis padres, cuando a los dieciocho nos fuimos a la costa con amigos y sin dinero. Huellas de una juventud vivida plenamente, con todos los deseos por delante. Por fin hallé una carta doblada en cuatro partes y una fotografía de mujer. Entonces sí, lloré.

Este relato forma parte de la serie “Relatos mínimos”.

Claridad

Yo escribo claro. Mejor dicho, muy claro. En realidad, podría decir que extremadamente claro. Porque a mí se me entiende todo lo que escribo. ¿Y cómo no ha de ser así, si uso Arial 24, que es una letra sin rebusques y de un tamaño considerable? Porque aunque algunos digan lo contrario, el tamaño sí importa. ¿Está claro? Eso sí: lo que digo es totalmente inentelig… inentileg… inintileg… no se entiende, bah. Pero cuando escribo claro, se comprende todo. Pongo C L A R O y todos saben lo que escribí. Al principio escribía con lápiz. Pero eso era cuando estaba en el jardín de infantes… ¡Claro que estuve en el jardín de infantes! Está bien que ahora ya tenga una edad respetable, pero no siempre fue así. En realidad, siempre tuve una edad respetable, porque todas las edades son respetables. El lápiz tenía la ventaja de que si te equivocabas, podías borrar lo que escribías. ¡Si habré roto hojas borrando el cuaderno! Luego comencé a usar la lapicera. ¡La lapicera! Eso sí que es una pieza de museo. La primera vez que me hablaron de ella, yo creía que era un ave. Porque me dijeron que tenía pluma. Buen chiste, ¿no? ¿Ah no? Bueno, sigamos. La lapicera tenía pluma cuchara o cucharita. Más que para escribir, parecía que era para tomar la sopa y comer flan. La pluma se mojaba en un tintero, que cada seis se volcaba y ensuciaba todo. ¿Cómo que no entienden que significa “cada seis”. ¡Cada dos por tres! ¿No está claro? Mojabas en el tintero, escribías, secabas la hoja con papel secante y la pluma con unos pedacitos de lana que tu mamá te recortaba y ponía toda junta agarrada con un ganchito de orejas. Era toda una ceremonia. Hasta que inventaron los tinteros involcables y allí se acabó la diversión. Más tarde apareció la lapicera fuente. La lapicera fuente para mí era una incógnita, ya que ni siquiera sabía cómo ponerle la tinta. Al principio creía que me habían afanado el tintero, pero luego me enteré de que había que desenroscar la tapa y cargar la tinta por detrás. Después tuve una Tintenkuli. ¡No, no me senté sobre el tintero! Se llamaba así, nomás. La Tintenkuli también se cargaba por detrás, pero en lugar de pluma usaba un canuto finito que adentro tenía un pequeño vástago que al meterse dejaba pasar la tinta. El problema era que tenías que escribir con la lapicera en forma vertical –porque si no la tinta no fluía- y terminabas con codo de tenista. Más adelante me acostumbré a la birome. La birome fue un invento argentino. La inventó el húngaro Ladislao Biro. ¿Cómo que si era húngaro el invento no puede ser argentino? Resulta que Ladislao estaba de paseo por aquí cuando al ver cómo los argentinos tomábamos mate, se le ocurrió inventar la birome. Porque la birome es como una bombilla, pero en lugar de ponértela en la boca y sorber, la ponés sobre el papel y escribís. Por eso, la maternidad del invento es argentina. ¿Que se dice paternidad? Pero qué, ¿son machistas ustedes? ¿Acaso las mujeres no tienen derechos? Acabemos con ese chauvinismo de género, por favor. Después aparecieron los marcadores de fibra. ¡Cómo manchaban los marcadores de fibra! No sólo la hoja, sino también los dedos, las manos, los brazos y la ropa. Las madres, desesperadas, y los fabricantes de jabón en polvo, felices. Poco más tarde apareció la tecnificación, de manos de las Academias Pitman. Sí, yo también “fui a la Pitman”. Allí aprendí a escribir a máquina. Me acuerdo de la Olivetti, la Remington y la Andergud. ¡Ya sé que se escribe Underwood! Pero yo escribo como se pronuncia, para que quede claro. Cuando ya nos habíamos acostumbrado a escribir a máquina, a otro húngaro llamado John von Neumann se le ocurrió inventar la computadora. ¡Cómo se ve que en Hungría la gente tiene tiempo para pelot… pensar! La cuestión es que desde ese momento nos cambió por completo la vida. Ahora, claro, escribimos hasta con el celular para mandar un mensaje personal. Claro, celular, personal… ¡ahora entiendo! ¿Quién hubiera dicho que la cosa venía por allí? Bueno, cualquier cosa, mándenme un mensajito de texto. Pero que sea personal y esté claro, por favor. Hasta la próxima.

Este relato forma parte de la serie «Relatos en positivo».